Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
A mi pequeña “Coco”
Del mismo modo como la mujer y el hombre son términos opuestos correlativos complementarios, el contractualismo es, desde la perspectiva de la estructura lógica de la oposición correlativa, una doctrina incompatible con el concepto de amor. Y su presencia activa en la historia moderna y contemporánea es la confirmación y realización efectiva de la negación abstracta del sentimiento de amar. Después de Descartes y de su elevación de la existencia como principio supremo del “yo pienso”, las cartas que se jugó la humanidad fueron arrojadas sobre la mesa de apuestas del más despiadado y frío interés. Y apenas era el comienzo. Sobre su in nuce, el concepto contractualista del ser social no sólo fue confeccionando su incompatibilidad con toda relación mediada por el amor intellectualis dei, sino que pronto mostró el hecho de que sólo puede existir sobre la base de dicha incompatibilidad. El universo de Shakespeare no es el reino del individuo de Hobbes ni de Locke. Ni la historia invertida de la inocencia salvaje de Rousseau puede dar cuenta de ello, más allá de sus tropiezos y confusiones en tropel.
El contractualismo, en efecto, no solo invirtió la historia de la humanidad sino que tuvo el atrevimiento de convertir una ficción -devenida precepto matemático- en el origen de la sociedad. Fue el Estado romano -SPQR- el gran promotor de los derechos civiles e individuales, y no los derechos civiles e individuales los promotores del Estado. La lógica del contractualismo es la del entendimiento abstracto, reflexivo, a la que Hegel tuvo el privilegio de sorprender y denunciar en su inevitable e insalvable condición de infelicidad, de “mala infinitud”. En todo caso, se trata de la teología devenida lógica de la momificación de todo y de todos, la misma que, hasta la fecha, ha insistido en “instruir” al mundo en nombre de la libertad y de la razón, vístase de barras rojas y azules, de rojo sanguinolento, de estrellas amarillas circulares, de despotismos ancestrales o de novísimos gansteratos perrunos. “¡Pero funciona!”, se dirá, haciendo con ello irresponsable abstracción de las ruinas -las muertes- que ha ido dejando a su paso por la historia de la cultura moderna y contemporánea. Bajo el concepto de contrato se establece el grueso de las relaciones sociales actuales, lo cual incluye a las relaciones familiares, matrimoniales y, por supuesto, las relaciones entre el hombre y la mujer. La vida misma resulta ser, en consecuencia, un gran contrato. De “depravado” acusa Hegel a Kant por esta “torpe ocurrencia”.
Es “el reino animal del Espíritu”. El reino de lo puramente extrínseco, mediado por el interés y el cálculo entre las voluntades bajo la figura de la prestación. Eso es -y eso genera- el modelo contractual una vez que, por extensión mecánica, ha sido aplicado como modelo universal, más allá de las relaciones estrictamente comerciales, a la vida social y política, trasmutando -torciendo- con ello las relaciones humanas en relaciones mercantiles y a los Estados en corporciones utilitarias. Y fue justamente a este tipo de representación de la sociedad, devenida hegemonía cultural y leitmotiv de las relaciones sociales, a lo que Spinoza -el más digno entre todos los filósofos- designó como la doctrina del finalismo: “todas las causas finales son, sencillamente ficciones humanas. Esta doctrina acerca del fin transtorna por completo la naturaleza, pues considera como efecto lo que en realidad es causa y convierte en posterior lo que en realidad es anterior. Trueca en imperfectísimo lo que es supremo y perfectísimo”, además de que de dicha doctrina surgen “los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad”, géneros a los que bien podrían agregarse las segregaciones raciales, la depredación de la naturaleza o la supremacía, según el punto de vista contractual, del hombre sobre la mujer o de la mujer sobre el hombre, más allá de los extremismos que las hipócritas manipulaciones orquestadas por los regímenes totalitarios habitúan hacer de estos temas y problemas del presente.
La verdadera unificación que supera y conserva a un tiempo las miserias de la hostil relación establecida como criterio de demarcación entre la mujer y el hombre está situada muy por encima del actual tejido contractual de las relaciones humanas. La recuperación de la Sittlichkeit –o de la civilidad, como bien la supieron traducir en su momento García Bacca y José Gaos– es, tal vez, la tarea más importante -y, sin duda, la más ardua- del presente. El pleno reconocimiento del indiscutible valor femenino está muy por encima de sus incuestionables sacrificios históricos, de sus conquistas -no pocas veces a codazos- o de sus capacidades profesionales o técnicas. No se trata de competir ni de demostrar, a la manera de Darwin, quién es o no más apto. Todas estas son representaciones marcadamente contractuales, calculadas e instrumentalizadas. Lo importante está en comprender que, ontológicamente hablando, resulta imposible pensar siquiera en la posibilidad de la existencia de hombres sin la necesaria existencia de las mujeres, o a la inversa. Que se trata de polos opuestos recíprocos en el que cada uno no sólo es correlato para el otro sino que, por esa misma razón, son interdependientes. Cada uno es, al decir de Platón, la otra mitad: el otro del otro, el “sí mismo”. Amor no es contrato ni se sustenta en el interés o en la finalidad. Sólo se puede cambiar amor por amor y confianza por confianza. El amor –y el Ethos es una determinación del amor– supera las oposiciones, porque no es entendimiento abstracto, cuyas relaciones fijan y establecen que la individualidad siga siendo mera individualidad –”lo mío” y “lo tuyo”– y cuyas unificaciones son de naturaleza contractual. “Cuanto más te doy más tengo”, afirmaba Shakespeare. Esta debería ser la consigna para el porvenir de una humanidad justa y efectivamente equitativa.
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