Hemingway y Juan Ramón Jiménez sufrieron trastorno bipolar. También Pedro Casariego Córdoba y José Agustín Goytisolo: el primero se arrojó a las vías del tren y el segundo por la ventana de su casa
Publicado en: América 2.1
Por: Karina Sainz Borgo
Durante siglos el trastorno bipolar no tuvo nombre ni diagnóstico. Pero existía y era devastador: Tolstoi, Balzac, Faulkner, Hemingway, Tennessee Williams, Juan Ramón Jiménez o José Agustín Goytisolo lo sufrieron. Manía, obsesión, depresión, delirio. Llamaron a la enfermedad de muchas formas. Hubo quienes decidieron poner fin al malestar llenándose los bolsillos de piedras y arrojándose a un río como Virginia Woolf, y otras, Alejandra Pizarnik y Anne Sexton entre ellas, que optaron por llenarse la boca de pastillas y los pulmones de dióxido de carbono.
La relación entre enfermedad, farmacopea y literatura es tan antigua como el suicidio, que tuvo en Sócrates uno de sus referentes más tempranos hace más de dos mil años. De la melancolía del XIX a la ansiedad del XX, que entronizó el Prozac como uno de los fármacos de referencia de la posguerra en los Estados Unidos. El fastidio universal, ese ‘spleen’ que atormentaba a los poetas malditos y simbolistas, ha mutado. Del opio y el hachís de los fumaderos bohemios al Tranxilium y la Velafaxina, también el Spiron, Zyprexa o Quetiapina. Pero a veces ni eso funciona para atajar el vacío.
En su libro ‘Fin de poema’, Juan Tallón merodea el suicidio de cuatro poetas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater. El texto no se limita a reconstruir el momento en que decidieron acabar con su vida, también describe el largo camino de vacilaciones que los condujeron hasta ahí. El suicidio es la bruma de la que surge el desasosiego. Es un ir muriéndose de a poco: la escritura en trance de estropearse; la pérdida del interés por la palabra y el lento desagüe del desánimo.
Juan Ramón Jiménez
El verano enferma. Era la peor estación para Juan Ramón Jiménez, que sufría rebrotes de ansiedad y depresión justo entre los meses de junio y septiembre. Según escribe el psiquiatra Enrique González Duro en ‘Biografía interior de Juan Ramón Jiménez‘, fue a partir de la muerte del padre, en 1900, cuando se expresaron síntomas de depresión que ameritaron su ingreso en el sanatorio madrileño Nuestra Señora del Rosario. Jiménez desarrolló un cuadro de ansiedad, desasosiego e insomnio y su dependencia de los médicos lo convirtió en puntilloso hipocondríaco.
Aunque la depresión era recurrente y casi crónica, tuvo al menos seis episodios agudos que encajarían, según la psiquiatría moderna, en un diagnóstico de trastorno bipolar. Los dos primeros brotes ocurrieron en su juventud y un tercero, en 1940, que provocó su reclusión en el hospital de la Universidad de Miami. «Me morí, me desnudaron de mi ropa de vivo, me lavaron, me untaron de ungüentos, me embalsamaron, me envolvieron en paños de muerto, me pintaron mi cara sobre la mía y me dejaron en la tumba», dejó por escrito en un texto recogido en su libro ‘Historias y cuentos’ (Seix Barral).
En 1946 tuvo que ser atendido en el Washington Sanatorium and Hospital Takoma Park, en Maryland. Ahí permaneció seis meses hasta estabilizarse, pero regresó en 1950. Desde ahí fue remitido al Hospital Johns Hopkins de Baltimore. En ese sanatorio conoció al psiquiatra español Luis Ortega, quien le recomendó mudarse a un país hispanohablante. Aunque él y su mujer, Zenobia, se establecieron en Puerto Rico, las crisis no cesaron: fue ingresado dos veces en el hospital presbiteriano de San Juan y en el psiquiátrico Hato Tejas.
Hipocondría y delirio se relevan entre los síntomas. Ya para ese momento, el escritor no soporta los ruidos, tampoco el perfume ni la presencia de quienes lo rodean, incluyendo a su mujer, a la que llega a acusar en una ocasión de haber tirado la carta que, según él, Goethe le había escrito cuando tradujeron al alemán ‘Platero y yo’. La muerte de su esposa y el anuncio del Nobel de Literatura agravaron aún más su estado. Tras dos ingresos médicos más y una operación por la fractura del fémur, murió de bronconeumonía en 1958.
Locura, enfermedad y muerte
El escritor y pintor Pedro Casariego Córdoba (Pe Cas Cor) tuvo una vida breve y fulminante, también una obra poética incisiva que tomó forma en seis libros: ‘La canción de Van Horne’, ‘El hidroavión de K.’, ‘La risa de Dios’, ‘Maquillaje. Letanía de pómulos y pánicos’, ‘La voz de Mallick’ y ‘Dra’, reunidos todos en ‘Poemas encadenados 1977-1987’ (Seix Barral). A los 37 años se arrojó a las vías del tren. José Agustín, el mayor de los Goytisolo, se precipitó por la ventana en 1999 tras sufrir durante años de un trastorno bipolar, y también el poeta y traductor Alfonso Costafreda, adicto a los somníferos y los tranquilizantes, se quitó la vida en Suiza, en 1974.
El desequilibrio psíquico remata la locura con la muerte. En ocasiones, la precaria salud mental y la excesiva sensibilidad agujerean el cuerpo hasta derribarlo. Ocurrió con el escritor gallego Lois Pereiro, icono de la contracultura de los ochenta. «Nunca escribiré en castellano, publicaré un libro y moriré joven». Murió a los 38 años, enfermo de sida. Su obra reunió las influencias más heterogéneas: Cioran, Bernhard, Peter Handke y Beckett pero también Lou Reed, Doors o Joy Division. «Escupidme encima cuando paséis/por delante del lugar donde yo repose/enviándome un húmedo mensaje/de vida y de furia necesaria», escribió en su poema ‘Epitafio’.
El escritor Leopoldo María Panero, hijo del poeta Leopoldo Panero Tobado y hermano de Michi y Juan Luis Panero, desarrolló un principio de esquizofrenia en la cárcel de Carabanchel. Intentó suicidarse en varias ocasiones. Murió de un fallo multiorgánico, a los 65, en el psiquiátrico Juan Carlos I de Canarias, el hospital donde vivió los últimos 19 años de su vida tras recluirse voluntariamente. Expansivo, polémico y torrencial en la escritura, Panero dijo ser un monstruo, pero no un loco. Fue el último poeta maldito y el broche en la saga familiar de Panero.
Alzheimer y memoria
A los embates de la depresión y la ansiedad que tuvieron que soportar algunos, se suman los surcos y desgarrones en la memoria. Los últimos años del escritor Antonio Grosso fueron un infierno. El autor de ‘La zanja’ (1960), ‘Un cielo difícilmente azul'(1961), ‘El capirote’ (1963) y ‘Florido mayo’ (1973) murió a los 67, de un infarto, pero llevaba a cuestas una pesada losa que minó su salud: cinco años de reclusión en la unidad de agudos de un psiquiátrico, una larga cadena de depresiones e intentos de suicidio, así como la progresiva pérdida de la memoria a causa del Alzheimer.
También enferma de Alzheimer, María Teresa León llegó a la vejez con los recuerdos hechos jirones. Recién exiliado en Londres tras ser rechazado por la España franquista, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante perdió la memoria a causa de un tratamiento de electroshocks contra la depresión. Necesitó la ayuda de Miriam, su mujer, para escribir ‘La Habana para un infante difunto’, porque no recordaba el nombre de las calles. «Trabajó tanto, pero tanto, que tuvo un bloqueo mental. Trabajaba noche y día, no descansaba, porque teníamos que comer», recordó su viuda en 2013, cuando Galaxia Gutenberg publicó ‘Mapa de un espía’.
Vidal Planas y el crimen del Eslava
La vida hiperbólica del gerundense Alfonso Vidal y Planas estuvo marcada por el melodrama, el esperpento y la locura. Aunque iba para militar, acabó en bohemio. Tras su paso por la cárcel, fugarse del cuartel y cumplir condena en el regimiento de Melilla, se dedicó a la escritura desenfrenada. Su obra es prolífica y podría decirse que la escribió entre cárcel y cárcel. Promiscuo, famélico, hipersensible y locuaz, alcanzó la fama con la obra ‘Isabel de Ceres’, una tragedia de amor y redención de una prostituta, que alcanzó 32 ediciones, se tradujo a 12 idiomas y fue llevada tanto al cine como al teatro, incluyendo el estreno madrileño en el coliseo Eslava, en 1922, a cargo de Luis Antón del Olmet.
El éxito del montaje los convirtió en amigos y colaboradores habituales. Sin embargo, la siguiente adaptación de una obra de Vidal y Planas fue un absoluto fracaso del que responsabilizó a Olmet. Enceguecido de ira y celos literarios, lo mató de un disparo durante un ensayo. Javier Barreiro lo describe en su libro ‘Cruces de bohemia’ (2001) como un loco, palabra que se repite a lo largo de su obra y su biografía: «Era una especie de exaltado de buen corazón, un místico anarquista y cristiano, con pujos de redentor pasional, nervios débiles y cabeza confusa».
Suicidios ejemplares
La argentina Alfonsina Storni se arrojó al mar. Incluso antes de suicidarse con fármacos, Alejandra Pizarnik llamaba al diario ‘La Nación’ para asegurarse de que ya tenían escrito su obituario. Sylvia Plath sufría de trastorno bipolar. Durante años consumió Fenelzina, el mismo antidepresivo que usó David Foster Wallace. Plath se mató metiendo la cabeza en el horno y Foster Wallace colgándose de una viga. Virginia Woolf se ahogó en el río Ouse. Tras las pastillas y los electrochoques, Ernest Hemingway no tuvo más fuerzas para sostener el espectáculo de su ruda masculinidad y se mató de un disparo y Cesare Pavese acabó con su vida tras ingerir dieciséis envases de somníferos.