Entrevista a Borges – Ben Amí Fihman

Entrevista a Borges - Ben Amí Fihman
De izquierda a derecha: Tomás Eloy Martínez, Juan Liscano, Ernesto Mayz Vallenilla, Jorge Luis Borges, María Kodama, Arturo Uslar Pietri y Ben Amí Fihman en una visita de Borges a Caracas en 1982. Foto de Vasco Szinetar. Cortesía: Carátula

La siguiente es una rara entrevista a Jorge Luis Borges con más de cincuenta años de antigüedad. Rara por lo difícil de encontrar; y rara por la calidad del entrevistador: Ben Amí Fihman. En este duelo de inteligencias, cuya consecución también es un relato en sí mismo; aflora la perspicacia, el conocimiento y las citas eruditas que tanto cincelaron al escritor argentino. Hay quienes sostienen que la entrevista a Borges era un género en sí mismo. Fihman demostró manejarlo a la perfección. El siguiente es sólo un adelanto del libro, que da cuenta de sus encuentros con Jorge Luis Borges, Isaac Bashevis Singer y Émile Cioran, cuyo título será Caza Mayor.


Las mujeres no tienen alma. Hoy 8 de diciembre de 1969, al abrir un tomo de las obras de Kafka, me encuentro con esa frase (que es de Mahoma) —y, a pesar de la distancia física y mental que me separa del Medio Oriente, la acojo con regocijo; no obstante, los días siguientes demostraran que tanto Mahoma como yo estábamos equivocados.

Me hallo rodeado de revistas argentinas, cuyo estilo barroco, a juicio de Néstor Sánchez, le ha costado al río de la Plata dos generaciones de escritores. Traen noticias de Borges. Se publica la traducción de Whitman en la que trabajaron él y su esposa; se estrena la película Invasión, escrita por Borges y Bioy Casares y dirigida por Hugo Santiago, y sale una nueva edición de Fervor de Buenos Aires. Para rematar, reseñan que la televisión francesa acaba de transmitir un documental sobre el poeta y que las declaraciones de Borges en el film, rebotadas por las agencias de noticias, causan escándalo entre los porteños. A ojos de un extranjero, la polémica raya en el melodrama vernáculo. No obstante, la exposición pública del autor de Ficciones es, sin duda, un homenaje permanente o uno de sus avatares. Pero, ¿cómo aguanta? ¿Cómo sobrevive a tanta honra?

A las ocho y media, esta noche, debería aparecer en un cortometraje y en persona en la lectura pública de una selección de poemas del más reciente de sus libros: Elogio de la sombra. Con Juan (Sánchez Peláez) nos disponemos a cenar antes del recital. Nos encontramos en el Bowery donde, según Historia universal de la infamia, Billy the Kid (cuando era sólo Bill Harrigan) se entretenía con obras de cowboys —y donde pululan los borrachos que pernoctan en hoteles de mala muerte, entre bares y casas de empeño, o que mueren en las aceras que llevan a diversos institutos de enseñanza media, artística, universitaria y a una concurridísima discoteca azul en territorio hippie.

Tomamos un taxi amarillo, el cielo de Manhattan se prepara para la nieve. Atravesamos el distrito de la confección que a esa hora es un mausoleo abandonado; sentimos repercutir en los cauchos del carro el empedrado de algunas transversales. Atisbo, en un nicho esculpido en las alturas, la cara de un ángel y las fauces de un tigre, a quince o treinta pisos de un viejo edificio que culmina en un techo a cuatro aguas. Luego, abajo, la entrada verde de una estación del subway por donde circula —baja y sube— en torrentes humanos la opaca crueldad de Nueva York. Se me aparece, por la ventana, un viejo que juega en un local de Fascination, inclinado sobre el tablero, bajo el derroche de luces de Times Square. Pienso en Borges, a cuyo encuentro vamos con los prejuicios gestados en innumerables descripciones asimiladas con anticipación.

Al final de la velada, tras abandonar el auditorio de la YMHA, salgo con la impresión de haberlo reconocido. A Borges, se entiende, el ciego para quien no fuimos más que un barullo de aplausos entre las muchas ovaciones que lo aúpan a diario. Fue algo casi inverosímil verlo descender desde su propia cara agigantada por el proyector sobre la pantalla hasta el cuerpo titubeante que envolvía un traje gris a rayas, la mano aferrada al bastón, y desplazarse, guiado por el traductor de sus obras al inglés, hasta la silla asignada en el centro del escenario. Difícil calibrar la patética voz que se trasladó en un flujo continuo desde la emulsión de plata proyectada sobre la tela blanca hasta la boca crepuscular de carne y hueso, cómplice apagado de un constante monólogo. El ronroneo ingenioso que recorre las páginas de sus libros, pero también la cara desleída de ojos ciegos, la respiración del hombre, apostado en una de las galerías hexagonales de la biblioteca de Babel desde las cuales “se ven los pisos inferiores y superiores”. El murmullo de una conversación consigo mismo que, como el lunes pasado, 8 de diciembre de 1969, o igual que en cuentos y ensayos, comparte con los otros para desmentir la realidad.

Esa noche comprendimos —o creímos entender y constatar— que Borges vive en la palabra. Lo demostró actuando en el verbo, el sustantivo, el adjetivo, el guion, el signo de interrogación y el punto y coma, como en un laberinto transparente en el que deambula, luminoso e invidente, sin extraviarse ni dar bandazos. En el curso de la velada se arrepintió por enésima vez de haber comandado el ultraísmo austral; explicó que Elogio de la sombra se refiere a la ceguera pero también a la muerte y, disfrazado de arquitecto, admitió que Nueva York no le había quedado tan mal. De su familia, recordó que se dividía en una doble tradición de guerreros y maestros. El poema Cambridge, siguió, lo había escrito en Buenos Aires un día en el que sintió nostalgia por la ciudad norteamericana donde a menudo añorara a Buenos Aires. Aspiraba al olvido, reiteró, y en clara voz proclamó, sin energía pero con absoluta convicción, temer menos la muerte que la inmortalidad.

Al día siguiente, para perfeccionar estas impresiones, me enteraría de la anécdota siguiente. Terminadas las últimas palabras y cerrada la estrepitosa ovación en el auditorio, se celebró tras bambalinas un cocktail. Los admiradores ávidos de frotarse a la gloria del aeda tejían en derredor una telaraña, sonora y asfixiante, que lo borra del mapa. Un rato después —apagados los cenitales y concluida la fiesta— contaron Arcocha, el librero, y Jesse Fernández, el fotógrafo, que en la calle se lo toparon parado sobre el brocal de una esquina azotada por el viento, esperando un taxi que, se quejaba esperanzado, lo llevara donde pudiera comer “una de esas exquisitas sopas americanas”.

Maldije entonces la hora en que me comprometí a realizar este reportaje. Iba a pasar el día tratando de concertar la cita. Pero resultaron inútiles cada una de las llamadas y todos los contactos. Por la tarde en una desesperada jugada, daría con el número telefónico del hotel donde estaba alojado Borges y al otro lado de la línea me contestaba la recién desposada mujer de Jorge Luis Borges, Elsa Astete Millán que, diluyendo el conjuro del resto del entourage, el engreído secretario gringo di Giovanni a la cabeza, me aseguraría, en una reacción poco menos que instantánea, la posibilidad de un encuentro. Y para descrédito de Mahoma, terminaría confirmándome que la entrevista, aunque intentara oponérsele el secretario, se llevaría a cabo, que no lo pusiera en duda. Bastaba aguardar a Georgie. Lo esperamos a las tres y media, me dijo.

Salí con la grabadora al hombro, bajo una lluvia intensa y helada, rumbo a La Librería, el local de la calle 50 que Borges inaugura a las seis y media y donde, ha dejado dicho en el hotel, podremos entrevistarnos. Juan Sánchez Peláez se sube al taxi, pero sin intención de colaborar en la epopeya. Apocado por los reflejos de las gotas de lluvia en el parabrisas y la dentera que un tráfico inexpugnable transmite al pasajero. Se accidenta el vehículo y tomamos otro carro de alquiler. Llegados, y en tierra, ya en la acera, el poeta se escabulle con los ojos entornados por el agua.

Entrevista a Borges - Ben Amí Fihman
Jorge Luis Borges y Ben Fihman. Foto de Vasco Szinetar.
Cortesía: Carátula

La tienda es una ratonera que el público quiere centuplicar con la fuerza plástica de una masa de plastilina. Pierdo las esperanzas. Transcurre hora y media y Borges está cada vez más lejos, y yo, con menos de deseos de importunarlo. Filmado, interpelado y autografiado, cede y concede. Luisa Valenzuela, que sabe de mi propósito y ha hablado con la mujer de Georgie, me hace una seña y le doy la espalda para siempre a Mahoma. Nos presenta y le explica. Él acepta sin la menor resistencia, pero sugiere que nos retiremos a un lugar menos agitado. Alguien menciona el sótano y se deja llevar. Por las escaleras estrechas y empinadas Borges baja con alguna ayuda y con dificultad de ciego. Cuando por fin nos encontramos abajo, le acoto:

—Como Carlos Argentino, tuvimos que descender al sótano.

—Es cierto.

—¿Se puede introducir así, de inmediato, en la atmósfera de una entrevista después de todo esto?

—Sí, cómo no. Ahora si usted nota que yo vacilo, usted ayúdeme con preguntas porque estoy muy cansado y además, como suelo ser muy tímido, en cuanto yo vuelva a balbucear o a quedarme callado, usted me hace preguntas. Pero no me pregunte sobre escritores jóvenes argentinos o latinoamericanos porque no los conozco. Yo perdí la vista en el 55 y no he leído a mis contemporáneos.

—Ya que se trata de una entrevista para Venezuela, quisiera saber qué le viene a la memoria al escuchar ese nombre.

—Bueno, yo creo que hay un nombre inevitable que es el nombre de Bolívar, ¿no? Y luego, bueno, un bisabuelo mío mandó una carga de caballería en la batalla de Junín y luego se batió en la última batalla, la batalla de Ayacucho, con su amigo Olavarría. Y luego —yo no sé si mi geografía es muy precisa, ¿no?— pero creo poder pensar en los llanos y en Páez también.

—En una entrevista para la Trasatlantic Review, publicada hace unos meses, usted hablaba de la película Invasión.

—Bueno, precisamente esa película, que ha sido vendida hoy a las universidades, es una película fantástica. Pero no fantástica en el sentido de ficción científica ni tampoco de, digamos, de fantasmas, sino en el sentido de que se presenta un hecho fantástico. Es decir, una ciudad que se llama Aquilea pero que evidentemente es Buenos Aires, aunque su topografía es distinta ya que en lugar de estar rodeada por la llanura está rodeada de cerros, está sitiada por enemigos —esos enemigos no tienen ninguna connotación política— y luego hay un pequeño grupo de civiles que defiende la ciudad. Esos civiles no son particularmente hábiles ni heroicos. No se trata de personas parecidas a… bueno, digamos a Douglas Fairbanks o esa otra versión de Douglas Fairbanks que se llama James Bond. No, son simplemente ciudadanos que defienden la ciudad. Bueno, pero no quiero contarle el argumento, ¿no? Y en esa película hemos trabajado el gran novelista Adolfo Bioy Casares, Hugo Santiago que la ha… este, dirigido y luego… estoy yo. Y además se canta una milonga y la música, lo cual es una ventaja, es de Aníbal Troilo y la letra, lo cual no sé si es una ventaja, es meramente mía, ¿no? Se llama Milonga de Manuel Flores. Se trata de una milonga cantada por un asesino condenado a muerte, la víspera de su ejecución. Puedo recordar los primeros cuatro versos: Manuel Flores va a morir/ Eso es moneda corriente/ Morir es una costumbre / Que sabe tener la gente.

—Al hablar de Invasión entonces, usted menciona un incidente con un cobarde. En su cuento más reciente publicado en La Nación, La historia de Rosendo Juárez, hay un intento de esclarecer aquel acto de cobardía perteneciente a un relato de hace más de treinta años: Hombre de la esquina rosada.

—Bueno no, pero ahí, en el último cuento, el personaje se justifica. Se entiende que Rosendo Suárez no es un cobarde. Es un hombre valiente que se ha dado cuenta de que ser un valentón es algo… pueril.

—Pero para los demás su acto es un acto de cobardía.

—Ah, bueno, sí, pero precisamente se da cuenta de que no tiene ninguna importancia eso; es decir, un hombre que ha sido un compadre, a quien los otros juzgan como un guapo y que luego se da cuenta de que todo ese mundo de bravatas, de desafíos y de cuchillos, es realmente un mundo, este… pueril, y lo deja y no le importa que lo tomen por cobarde.

—En alguno de sus textos hay una casa que recuerda la de William Wilson en el cuento de Poe.

—Ah, sí. Dígame es esa casa que no se sabe si las habitaciones están a cierto nivel u otro, ¿no? Una escuela.

—Sí, aquella casa extensa, asimétrica y enrevesada.

—Sí, sí, es un colegio en Inglaterra (me acuerdo, sí). Creo que corresponde un poco pero de un modo alucinatorio al colegio en que estuvo Edgar Allan Poe cuando… en sus años de aprendizaje en Inglaterra.

—Cuando viajó con los Allan.

—Sí.

—A la visión trágica que los franceses tienen, o a la visión casi escolar que los franceses tienen de Poe, ¿cuál le contrapone usted?

—Bueno, yo creo que Poe es ante todo importante por su teoría de la poesía, es decir, su teoría clásica de la poesía, contrapuesta a la antigua teoría romántica de la inspiración, de la Musa, del espíritu. Ahora, creo que como cuentista es, a veces, admirable. Creo que un libro como El relato de Arthur Gordon Pym, que llega a ser, como Moby Dick, una especie de pesadilla de la blancura, es desde luego mucho más importante que sus poemas. Porque como poeta yo creo que era una especie deTennyson, bueno… de Tennyson mínimo. Pero como teorizador, si me permiten esa palabra, como teórico, es, sobre todo por la importancia ejercida por él sobre Baudelaire, sobre los simbolistas, sobre Valéry, y sobre los prerrafaelitas ingleses, también sobre Rossetti, sobre los primeros poemas de William Morris… Bueno, y creo además que la obra de Poe es más importante si la tomamos en conjunto. Es decir, si tomamos un cuento o una página de crítica quizás sea más fácil encontrar defectos, pero en conjunto, la visión que nos ha dejado, la visión trágica y fantástica que nos ha dejado, es importante. Es decir, el conjunto de los libros vale más que cualquier página de esos libros.

—Volvamos a los escritos de Borges. He escogido tres pequeños enigmas de su obra y quisiera su comentario. El primero está en El hacedor y reza así: “¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo (…) una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?”, Me refiero a esta última frase.

—Bueno, porque precisamente en casa de mis padres había un escritorio de caoba y había una barra de azufre, y como yo sé que eso morirá conmigo porque, ¿por qué va a recordar la gente eso? He querido salvar esa memoria deleznable y mínima del olvido, poniéndola en un libro, y además todo eso es un pretexto para la nostalgia de esa niñez que he perdido. Yo creo que luego hablo de un caballo colorado, en una esquina de suburbio, en el arrabal de Palermo. Sí, exactamente. Y luego hablo de la voz de un amigo muy querido, Macedonio Fernández, también, creo. Es decir, la idea de que cada vez que muere un hombre —salvo que creamos en una memoria universal, como creía el gran poeta irlandés Yeats—, en la muerte de cada hombre muere algo. Y empiezo con el ejemplo del viejo sajón que es el último en Inglaterra que recuerda haber visto los sacrificios a Woden, no, a Odín.

—El segundo está en su ensayo sobre Hawthorne. Allí, al hablar de Borges, usted afirma: “En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer”.

—Sí, pero ahora creo que es un error, porque creo que era una contraposición falsa. Creo que leer es quizás una de las maneras más vívidas de vivir. Creo que yo creía entonces que la vida era la vida activa y no quería comprender que lo que los latinos llamaban vita umbratilis, la vida en la sombra, la vida de la meditación y de la lectura, no es menos vívida que la vida de quienes son meramente veloces y atropellados.

—Por último, ¿ha averiguado por fin si en una ocasión, usted y Macedonio se suicidaron?

—No. Eso no lo sé todavía. Pero todo nos será revelado, ¿no?

—¿Recuerda El milagro secreto?

—Sí, es el cuento en el cual el tiempo se extiende indefinidamente para que un hombre pueda concluir un drama que nadie leerá, pero que lo justifica ante la divinidad. Y yo agrego irónicamente que no sabemos cuáles son los gustos literarios de Dios y que posiblemente el drama era deleznable. Y aquí recuerdo lo que dijo Carlyle, dijo: toda obra es deleznable, pero la ejecución de esa obra no lo es. Es decir que obrar es algo que nos justifica, aunque nuestra obra está destinada, como todo, al olvido, al polvo, a la aniquilación.

—El cuento está fechado 1943.

—Bueno, eso no sé: porque no recuerdo, no sé nada de fechas. Usted puede engañarme fácilmente, si quiere, y hasta puede poner una fecha futura y yo no me daré cuenta.

—Lo vi esta tarde, antes de venir para acá.

—Ah, bueno.

—Me llamó la atención porque el personaje del relato es judío. Cerca de donde transcurre, en otra ciudad, Varsovia, era destruido el ghetto y aplastada la rebelión. Un hombre de apellido Ringelblum logra escapar por un tiempo. Ha tenido frente a la muerte colectiva la actitud que su personaje frente a la muerte individual y ha reunido un archivo en el que intenta fichar la vida de ghetto en su totalidad. Son destinos paralelos y similares.

—Yo no sabía eso. Usted ve que es imposible inventar.

—Sí, pareciera que Ringelblum quisiera lograr con el archivo del ghetto algo parecido a lo que Hladik con su drama.

—Es cierto. Usted ve que la invención es imposible. Yo hablé del ghetto de Praga primero por la belleza de la palabra Praga. Me acuerdo de un verso de un poeta checo, pero recuerdo la versión alemana: Zum Füssen Prgaes die Schmertzen reichste Statte. (O así sonó en el tímpano del grabador, y así lo transcribió en un alemán macrobiótico el entrevistador). “A los pies de Praga, la ciudad más rica en dolores”. Y además, el primer libro que yo leí en alemán fue Der Golem de Meyrink que sucede precisamente en la Josefov, el barrio judío de Praga.

—¿Le perdonará alguna vez al cine haber destruido Dr. Jekyll and Mr. Hyde?

—No. Yo creo que podría hacerse una versión de Jekyll y Hyde. Yo tengo, este… yo sé cómo yo la haría. Yo creo que ante todo habría que cambiar los nombres, porque si no sucede que todo el mundo conoce la fábula antes de que se desarrolle. Es decir, tendríamos que retrotraerla a 1880 en que los nombres eran desconocidos y en que el libro se leía como una suerte de novela policial. Además, el autor insiste desde el principio en la dualidad de los personajes. El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde insiste en su desemejanza física, en el hecho de que el doctor Jekyll es un hombre más bien fornido, rubio alto, que el otro es un hombre, este… moreno, que da la impresión de ser deforme sin que se sepa por qué, de edades disparejas: desde luego nadie puede pensar que son los mismos. Pero creo que una manera de representar ese film sería, desde luego, renunciar a la publicidad que da el hecho de usar un título conocido, cambiar los nombres de los personajes, variar algunas circunstancias, prescindir del elemento sexual que el cine ha introducido porque para Stevenson el pecado era la… la crueldad, y luego hacer que el papel fuera representado por dos actores, dos actores conocidos. Entonces nadie podría sospechar que son el mismo personaje. En cambio, tal como ha sido llevado al cine es muy estúpido, porque tenemos simplemente el placer de ver cómo un actor puede maquillarse en otro, cómo John Barrymore, que era muy buenmozo, puede convertirse en una especie de monstruo. Es decir, una obra de peluquería, de maquillaje. Creo que así podría hacerse un excelente film que se parecería, desde luego, a un film que yo admiro mucho, que es Psicosis de Hitchcock, en que también se juega con la idea de dualidad y de un modo aun mucho más complejo y que evidentemente procede del libro de Stevenson.

—¿Qué tal si retrocedemos en el tiempo? ¿Recuerda aquella revista llamada Martín Fierro?

—Bueno, yo tuve poco que ver con esa revista, creo que colaboré una vez nomás. Esa revista pertenecía a Evar Méndez, a Oliverio Girondo y creo que yo colaboré una sola vez. Yo dirigí una revista con Ricardo Güiraldes llamada Proa. La publicábamos Caraffa, Ricardo Güiraldes, Pablo Rojas Paz y yo, y despareció al cabo de un año porque no llegamos a los cien suscriptores y tampoco teníamos… bueno, tampoco teníamos avisos y nos dimos cuenta de que estábamos publicando una revista secreta, ¿no?

—Sin embargo, yo he leído un artículo suyo en esa revista en el que elogia a Oliverio Girondo.

—Bueno, pero yo creo que, desde luego, Girondo merecía ese elogio, pero había una… y, nos conocíamos, había una camaradería entre nosotros. Pero yo nunca pertenecí a ese grupo ni a esa revista.

—¿Y aquel otro artículo en que Marechal elogia a Borges?

—No, Marechal me dijo que a él nunca le había gustado lo que yo escribía. Posiblemente escribió ese artículo por compromiso. Y yo le dije: pues a mí, en cambio, hay cosas tuyas que me han gustado y que siguen gustándome, ¿no?

—¿Algún comentario acerca de su amigo y colaborador Adolfo Bioy Casares?

—Creo que es uno de los máximos escritores actuales y creo que a pesar de ser mucho menor que yo, ha influido mucho en mí y me ha enseñado muchas cosas. Sobre todo, me ha enseñado las virtudes clásicas del digamos…understatement. Porque yo he propendido siempre a lo barroco y él ha propendido más bien a lo clásico. Y esto me recuera una frase de mi padre que dice, que me decía: son lo hijos los que educan a los padres. Y por eso nunca quiso enseñarme nada sino de un modo indirecto.

—En un ensayo sobre Valéry usted habla de “los comerciantes del surrealismo…”

—Sí, pero espero haber dicho superrealismo porque surrealismo sería realismo del sur, ¿no? Lo cual no tiene mucho sentido, ¿no?

—Lo escribió en francés: surréalisme.

—Ah, entonces puede ser. Bueno, no sé si fui del todo justo al decir eso. Pero yo era joven entonces y los jóvenes propendemos al énfasis, ¿no? Y creemos que el énfasis es más eficaz.

—Usted escribió también que “matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana”.

—No, yo creo que no… ¿Ah, dije eso? O dije, o creo que en otro cuento, atribuí a un heresiarca una frase mejor que decía: los espejos, no, la cópula y los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres. Bueno… no, pero yo creo que es la idea, eso era una especie de broma, pero creo estar de acuerdo con esto. Es decir, que hay actos que son tan importantes que tienen… que trascienden las facultades humanas. Por ejemplo, si yo escribo un mal verso, cosa que me ocurre continuamente, yo sé que ese verso es mío. En cambio, si escribo un buen verso, cosa que no sé si me ha ocurrido aún, sé que soy simplemente un instrumento del Holy Ghost, del Espíritu Santo o de la Musa. Es decir que puedo arrepentirme de mis errores, pero que no puedo vanagloriarme, la palabra sería exacta, de mis méritos. Si es que alguna vez he tenido alguno.

Me veo forzado a terminar con una pregunta sobre sus impresiones en este nuevo viaje por los Estados Unidos:

—Se parecen a los anteriores. Me asombra, digamos, verme rodeado por una suerte de cóncava hospitalidad, ¿no? El sentirme rodeado de amigos, de sentir la buena voluntad, la indulgencia de todos. Además del afecto que siento por este país y que siempre he sentido desde que Huckleberry Fynn me lo hizo conocer cuando yo era chico.

Mueve la cabeza algo desorientado, pero sonríe como si correspondiera a la cordialidad de quienes lo han escuchado. Pregunta si Elsa, la esposa, se encuentra allí. Le pide que cante una milonga, la de Manuel Flores. Durante la entrevista ha sonreído a menudo, sobre todo, complacido ante ciertas preguntas (la del suicidio con Macedonio, por ejemplo), estirándose de satisfacción cuando siente que ha redondeado una idea o una frase. Ha puesto atención a lo que se le dice y al responder lo ha hecho con puro estilo “borgiano”.

Pienso con cierto nerviosismo en lo que he grabado. Temo extraviarlo o perderlo por a una falla del grabador. Únicamente el mío ha grabado, Orlando olvidó o no pudo conseguir, fuera de la filmadora, un equipo de sonido. Borges esperó treinta años para vindicar, el verbo que suele preferir, a Rosendo Suárez. Al hablar de Poe, igual que cuando escribe sobre Lugones, pudiera pensarse que busca mirarse en ese espejo. Si ha dicho que el bostoniano importa por oponer una teoría de la creación poética a la teoría romántica de la inspiración, asegura luego que los méritos del poeta Borges pertenecen al Espíritu Santo o a la Musa.

Los grandes autores crean a sus precursores, escribió. Confrontados con la persona de Borges, hemos estado con Berkeley o, por momentos, con Schopenhauer o con Robert Louis Stevenson; quizás otra de sus trampas, de las emboscadas que nos ha tendido valiéndose de los trucos literarios más añejos.

Se lo llevan. Borges, su propio símbolo, ¿no? Sube la escalera rodeado de lazarillos y abandona el sótano.

Nueva York, diciembre de 1969.

 

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