Publicado en: El Universal
Que los países no tocan fondo en su tenaz camino al deterioro: eso avisan los economistas, una y otra vez. En el caso venezolano y tras 6 años de recesión, la afirmación alcanza dimensiones señeras. En efecto, nuestra crisis emula los modos de la bola de nieve, más robusta en tanto avanza, más decidida a llevarse por el medio a quien, roto e inerme, se le atraviese.
En contraste, la progresión de ciertas dinámicas políticas a veces parece condenada a topar con los mismos llegaderos. Más si la incertidumbre presente se coteja con los momentos de auge, el forcejeo cuya auspiciosa resolución, nos decían, era inminente.
Lo ocurrido durante 2019 ilustra bien estos ciclos que arrancan con resplandores y coronan con enteco chisporroteo. Todo un “parto de los montes”, según contaba Esopo, sin olvidar el ratoncito al final del estruendo. Es la historia de una oposición súbitamente empoderada, exultante gracias al tupido apoyo internacional y el cierre doméstico de filas en torno a Guaidó, con control de la única institución legítima y reconocida por los aliados. Luego, atropellada por los efectos de sus propias decisiones y errores de cálculo, la antipolítica afición por los espejismos, los de antes y los que el radicalismo optó por agregar al hegemonizar el poder interno. Son muchos los trastornos desatados a raíz de la reactivación de ese bucle, pero uno de los más dañosos es el de la zancadilla que ha urdido el manoseo de las expectativas.
Luis Vicente León, presidente de Datanálisis, al abundar sobre los pormenores del declive, indicaba en agosto que “el deseo de cambio supera el 80%, pero la esperanza de que el cambio ocurrirá a corto plazo pasó de 60% en enero a menos de 30% en julio”. La misma población que a principios de año se animó a creer en el “falta poco, apenas días”, hoy se muestra no menos crispada y decididamente más escéptica, defraudada por obra de las “falsas promesas”. “Sin esperanzas de cambio, la disposición a protestar y accionar en calle se derrumbó hasta llegar a apenas 20%”… ¿cómo abordar ahora la presión interna en medio del erial que deja el vaciamiento brutal del conatus?
Sobre la trampa de las expectativas escribe Stephen Medvic, al referirse al daño que la oferta demagógica promueve, cuando agudiza las contradicciones en relación a lo que se espera del liderazgo. Entre ellas, y amén de esa dualidad héroe/mortal que pesa sobre la percepción del líder, menciona el hecho de que aún cuando la ciudadanía debería contar con que el pragmatismo sea lo que distinga al político, y por ende la flexibilidad, la capacidad para lograr acuerdos con adversarios en aras del bien común, al mismo tiempo desea que este se mantenga apolíneo, leal a sus principios, del todo negado a renunciar a su bandera ideológica o programática. He allí la conspicua puja entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción a la que alude Weber. En entorno político tan desfigurado, la moralidad tiende a inclinar la balanza no hacia la consideración de “todas las fallas del hombre medio”, sino hacia la demanda épica que empuja a los políticos a convertirse en “odres de viento”, fabricantes compulsivos de ofrecimientos que eluden la realidad.
A los venezolanos nos consta: alimentar tales contradicciones configura un escenario resbaladizo para la dirigencia, uno que incluso la lleva a erigirse en verdugo de sí misma. No obstante, la tentación de resbalar es grande en un país donde los cuerazos del socialismo del s.XXI obligan a mal mirar al populismo, sí, pero que al mismo tiempo responde muy favorablemente al incendiario pathos populista. Al calor de esa certeza prosperó la idea del quiebre militar, que falló; la invasión con ribetes quirúrgicos, que nadie asumió; el TIAR, que se licuó en sus propias limitaciones; y una negociación que se mantiene en ascuas, varada en el atascadero del “cese de la usurpación”. Todo eso mientras la apuesta abierta a la ruta electoral sigue sin definiciones.
A expensas de la inestabilidad con la que lidian países de la región a los que la narrativa local fichó como potenciales “salvadores”, o del rebote moral que produjo la elección del Consejo de Seguridad de ONU, la sensación de fiasco se profundiza, y con ella la amenaza de una nueva era de desafección cívica.
¿Cuáles son los peligros que eso entraña? Seguir apartando al ciudadano de la política y de la noción de su utilidad, y con ello certificar la impotencia, el “todo está perdido”, tornillos de la desmovilización, el conformismo y la anomia. O lo otro: que contagiados del ímpetu de esas “sociedades exasperadas”, como las llama Daniel Innerarity, picados por la ira y la frustración no gestionada, impedidos emocionalmente para la construcción, terminemos optando por nuevos fogonazos, catárticos pero sin desenlaces aprovechables. Esto último luce menos probable en país anímica y materialmente desguazado, pero tras lo visto en otras latitudes, no está de más prever cuán hondo podría escarbar el crónico despecho entre indignados.
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