Publicado en: El Universal
Se pierde de vista la cantidad de veces que nos hemos ocupado del fecundo tema del error político. Penosamente, esa rectificación que habría atajado el impulso de volver a los mismos reclamos, no se ha producido en Venezuela. No con la contundencia que requeríamos, al menos. Tras un ciclo dedicado a la trilla de los más variados yerros -autoengaño y self-indulgence incluidos- no pareciera que la experiencia haya suscitado esa suerte de madurez expedita que serviría para compensar el tiempo perdido. Así que, contra nuestro deseo, volvemos a “la amargura de la eterna rueda”, esta noria incesante, como cantó el poeta Antonio Machado.
Claro, los apegos a ciertas formas de concebir la dinámica política no son fáciles de erradicar. Peleando con una teoría del cambio que, al revés de toda lógica, ha esquivado el largo plazo y el seguimiento de variables relativas a precondiciones, mediaciones e indicadores de éxito, la previsión ha acabado engullida por la premura, el chapucero “como vaya viniendo…”. Es verdad que para partidos enflaquecidos era urgente retomar la ruta de la participación; pero si se espera que el salto súbito sea efectivo, importaba ponerle algo de esmero. La ansiedad de ese Cronos cuyo miedo al desalojo lo llevó a comerse vivos a sus propios hijos, amenaza con esfumar el brillo del Kairós: la oportunidad creadora, el tiempo cualitativo y fugaz que permite remontar esa desventaja que encajaron las previas omisiones.
El ejemplo chileno -paradigma tenaz en cuanto al uso del voto como arma de democratización- vuelve para despabilarnos. Cuando, agotadas todas las vías de presión, se decide recurrir al plebiscito, tomar consciencia del largo plazo fue vital. “Todo el fin del año 86 y comienzos del 87, entre un clima de terror, la oposición se tuvo que acomodar a las nuevas situaciones y se impuso en forma definitiva el camino que la propia dictadura había trazado en la Constitución de 1980”, relata Jorge Lavandero en “El precio de sostener un sueño”. Dos años antes empezaron las gestiones para conciliar la disparidad entre enfoques estratégicos, el de quienes apostaban al cambio progresivo desde dentro de las instituciones, y el de los rupturistas. Pero en 1986, cuando junto con el deslinde del extremismo ganó terreno la vía política, viene otra gesta: articular intereses, reducir la fricción interna e instituir reglas de juego para que la concertación -modelo de unidad en la diversidad- fuese realmente eficaz. El resto es historia.
¿Cuál es la lección? Que una democracia sostenible difícilmente surge de la nada. Que si bien la astucia puede perfeccionar el momento, no cabe prescindir de la visión que trasciende el opresivo “aquí y ahora”. Así, en política, el manejo del tiempo es esencial. Cronos y Kairós -el tiempo cronológico o secuencial, y la ocasión, la sintonía con eventos propicios al objetivo que se persigue- deben bailar juntos, sin pisarse los pies.
La anterior revalúa lo que, paradójicamente, algunos no dudaron en calificar como rectificación. Ciertamente, tras años de apostar al milagro improbable, de negar la evidencia, se resolvió a última hora una sensata mudanza: conjurar la inadecuación entre medios y fines y apelar a lo que, literalmente, se tenía a mano. Pero la tardía iluminación tiene su costo. Episodios como los de Miranda, Táchira, Lara o Libertador no son casuales. He allí la consecuencia de no haberse sometido antes a la disciplina de la deliberación democrática, la gestión del ruido que cunde entre sectores distanciados. De no haber entendido que la ausencia no detuvo el reloj ni guardó sillas vacías. De no haber tramitado oportunamente y a fondo el desalojo de los viejos demonios, el divorcio del sector abstencionista. Una “unidad” invocada a los trancazos, sin fragua, más parecida a la irrupción caótica de un ejército en la ciudad que espera sitiar luego del largo abandono, no podía sino generar traumas, reabrir heridas. Arruinar ánimos para el acuerdo.
El líder que “aparece nervioso, cambiando de posición de la noche a la mañana” y endosando su fracaso a terceros, es “inútil” para afrontar una crisis, asestaba Felipe González al disertar sobre el inevitable error político. Sin efugios y con sentido de la responsabilidad, entonces, conviene asumir que una rectificación coja y a destiempo es solución a medias. Pues aun sabiendo que un giro estratégico puede mitigar las resultas de la antigua necedad, la enmienda exitosa requerirá desprendimientos de mayor calado. ¿Habrá disposición para eso?
Lo contrario indicaría que persiste la adicción al instante. Como si la necesidad de restar fuelle a la minoría autoritaria gracias a un plan que pide cooperación amplia, pragmatismo y renuncia a la intransigencia, importase menos que desplazar ahora mismo a otros competidores dentro de la misma oposición. Cosas veredes, zancadillas de Cronos. Ojalá, por retruque, esa resbalosa apuesta traiga reacomodos aprovechables en lo adelante; el fin de la polarización y el advenimiento de la reconstrucción.