Publicado en: El Nacional
¿Cómo no serlo en el contexto venezolano? ¿Cómo no despreciar a ese grupo de personas que arrodillan a un país entero por no soltar el poder? ¿Cómo no sentir dolor y tender a culpar a quienes eligieron ese proyecto que me separó de mi familia? ¿Cómo no querer que “paguen” por lo que hicieron? ¿Cómo no desear una “salida como sea”? Todas esas preguntas me las he hecho desde que el chavismo asumió la Presidencia en 1999. A lo largo de los últimos casi 22 años he marchado, he organizado protestas, he dedicado mi carrera al estudio de la política venezolana anhelando una transición. Sin embargo, en este largo proceso ha ocurrido algo inimaginable para mi: mientras el régimen más se autocratiza(ba), yo me he desprendido del radicalismo opositor, algo que no me esperaba.
Las teorías que explican patrones de voto resaltan, por ejemplo, que el contexto social en el que las personas se desenvuelven puede forjar sus preferencias políticas. Así fue el caso de innumerables familias adecas o copeyanas en las cuales los hijos votaban tal como sus padres o su entorno. En mi caso, mi ADN antichavista fue marcado por mi entorno desde un principio, pues vengo de una familia opositora. Esa “identidad antichavista” se fue fortaleciendo con el tiempo y tuvo quizás un primer hito en 2002, cuando mi padre fue despedido de Pdvsa. Vivir en carne propia las consecuencias del desmantelamiento democrático y la persecución de aquellos que disienten claro que afecta. Así sucesivamente ha ocurrido una serie de eventos antidemocráticos que fueron alimentando mi perfil antichavista y contribuyeron a mi “radicalización” -esa idea de que “deben salir ya y como sea”-. La persecución de muchos amigos, el desplazamiento forzoso de millones de personas venezolanas, la desnutrición -en particular en los niños- por el saqueo y la corrupción, y el tener que despedirme de mis abuelos una y otra vez, me ha llenado de un dolor indescriptible a lo largo del tiempo.
Ese dolor, aunque legítimo y comprensible, me cegó. Durante muchos años viví en una burbuja opositora que no me permitió entender a la otra mitad del país que por mucho tiempo creyó en el proyecto chavista. No pude comprender la pasión por un liderazgo populista y autoritario como el de Chávez, ni tampoco las posturas de los famosos “Ni-Ni”. Viví la versión opositora de la crisis sin cuestionar al liderazgo. De hecho, durante largo tiempo no critiqué a la oposición “porque está en el terreno y le está echando pichón” y creí que “quien critica a la oposición le hace el juego a Maduro”. En una que otra ocasión hasta pude haber creído en alguna teoría de conspiración al estilo “los que critican reciben dinero”. Romper con la polarización, o al menos intentarlo, es muy difícil pues no es “bien visto”. Los propios círculos familiares, de amigos o la opinión pública, lo hacen muy difícil. Al parecer existe una especie de militancia opositora de la cual no te puedes desprender sin que te tilden de “vendida” o comiencen a dudar de tu “identidad anti-chavista”. Se ha impuesto una tendencia de tener que “probar lealtades” y ratificar la identidad opositora una y otra vez antes de hacer alguna observación sobre cómo actúa nuestro liderazgo, algo absurdo por decir lo menos. Ese patrón es como una camisa de fuerza que no nos permite aceptar el pluralismo y actuar de manera democrática en nuestro propio seno.
Ser cuestionada por el “campo al que pertenezco” tan solo por disentir me ha hecho pensar sobre por qué ya no soy radical. Muchas son las razones, así que menciono solo un par. Por un lado, me he distanciado de ese mainstream opositor que he llamado el “chavismo al revés” por su naturaleza autoritaria y sectaria. Si bien no todo el liderazgo comulga con esas prácticas, hoy en día les cuesta diferenciarse precisamente por esa camisa de fuerza que ha impuesto el sector más radical. Tampoco me identifico con líderes y connacionales que celebran a Trump, Bolsonaro o Vox tan solo por tener un discurso radical en contra de Maduro. Sería muy incoherente desearle a otros un liderazgo populista-autoritario, sabiendo las graves consecuencias que desencadena. Por otro lado, es básicamente imposible estudiar transiciones democráticas y mantener posturas radicales. A lo largo de mi maestría y doctorado, y a medida que entendía estos procesos en perspectiva comparada, me fui desprendiendo de mi sesgo opositor. Las posturas intransigentes no llevan a ningún lado y la historia mundial lo confirma. Claro que cuesta aceptar los “trade-offs” que requieren las transiciones, pero si no los asumimos, estaremos estancados ad infinitum.
El mundo está en recesión democrática. Hoy en día el 54% de la población vive en regímenes autoritarios. Si nosotros queremos salir de ese alto porcentaje tenemos que comenzar por desmontar nuestras propias posturas y conductas autoritarias. Una democratización sostenible implica el rechazo del autoritarismo chavista y del autoritarismo opositor. Es indispensable que el G4 se diferencie nuevamente con su accionar y aglutine, de la mano de la sociedad civil y los aliados internacionales, ese deseo de cambio latente. El dolor que sentimos por la destrucción de nuestro país es legítimo, pero tenemos que entender que el radicalismo no nos podrá conducir a un mejor futuro. Dicho de otra forma, si sucede un “milagro” y el liderazgo opositor gobierna al estilo “chavismo al revés”, Venezuela podrá recuperar su economía en un futuro, pero no podrá sanar las heridas históricas que la dividen.