Acabo de publicar un relato; lo escribí llorando como descosida. Literalmente, mojé el teclado e inundé el aire con sollozos. Pero fue un llanto bueno. Porque quise poner en negro sobre blanco una historia que transmitiera la admiración que siento por los inmigrantes.
En la guerra civil española, un niño mudo, la madre y la abuela logran sobrevivir y escapar de su pueblo en La Mancha y llegan al Mercado de San Miguel en Madrid. El niño crece y para escapar de la recluta, lo mandan en un barco a Venezuela, y llega al Mercado de Quinta Crespo… Por ahí va el relato.
Mi muy buen amigo Ismael Pérez Vigil me honró escribiendo un texto de fin de historia. Con Ismael me unen muchos años de querencias que están sembradas en paisajes infinitos. El, descendiente de inmigrantes y también más venezolano que el turpial, supo interpretar lo que mis dedos empapados en lágrimas escribieron en esas páginas.
La inmigración no es un tema menor. En Venezuela supimos abrir las puertas y los corazones a miles que vinieron a sumarse, no a imponerse o a restar. Ahora los venezolanos, por millones, migran. Sin mapa de ruta, sin carta de navegación. Millones están escribiendo sus nuevas páginas. Y aprendiendo sobre la marcha.
La historia de la humanidad está repleta de historias de gente que se mueve. Gente que hizo tránsito cultural.
Mi “A qué sabe un te quiero” está dedicado a todos los que han sido víctimas de la estupidez humana, a todos los inmigrantes y sus descendientes, estén donde estén. La justicia no tiene fecha de vencimiento.
Yo no tengo recuerdos de mis abuelos. No tuve abuela que me meciera o que me acunara en su regazo. Eso me hace sentir que siempre hay un faltante en mi historia personal. Quizás por eso escribo con el sentimiento de quien busca lo que no tuvo.
En este mi nuevo relato, el nieto del protagonista está ahí, buscando el abuelo necesario para entender su propia historia.
Todos somos una historia. Depende de cada uno hacer que sea buena.