Por: Jean Maninat
En agosto de 1969, en un pequeño condado del estado de Nueva York, un granjero lugareño accedió a conceder 240 hectáreas de su granja para la organización de uno de los eventos culturales colectivos más importante del siglo pasado: el Festival de música y arte de Woodstock (Woodstock Music & Art Fair). Más de 400.000 jóvenes (y otros menos jóvenes) asistieron a un pandemonio de lodo y rock que vendría a ser considerado como el gran ícono fundacional de la cultura hippie. Fue una marea transgresora, un hito que marcó la cultura popular norteamericana, siempre presta a absorber las más disímiles influencias culturales sin que se le escape un estornudo.
El documental que recogió el evento, muestra que los organizadores no tenían el menor atisbo de estar realizando un hecho histórico, una multitudinaria protesta en contra del establishment y la incapacidad de las élites para escuchar los ventarrones de cambio que soplaban. (The times they are A-Changin, ya había vaticinado unos años antes Bob Dylan).
Desde el punto de vista musical fue una de esas raras flores que brotan en el fango y que ya no hace posible que escuchemos música de la misma manera. ¿Cómo hacerlo después de escuchar atónitos la desgarradora voz de esa tragedia rockera llamada Janis Joplin, o electrizarse con la transgresora versión del himno americano que espetó Jimi Hendrix con su guitarra? Pero Woodstock fue sobre todo un hecho político-cultural, el primer gran temblor de una sacudida social que cambiaría la fisonomía de la sociedad norteamericana de manera sustancial.
El concierto Venezuela Aid Live tiene de cabezas a la nomenclatura gobernante, sus principales voceros lucen totalmente desquiciados, haciendo aspavientos y diciendo pavadas. Mientras se ufanaban de estar preparados para resistir hasta la muerte (qué gusto por la necrofilia caballero) para enfrentar la temible invasión yankee, dan vueltas gruñendo y mordiéndose la cola a la hora de enfrentar a un grupo de notables artistas tan solo armados de sus instrumentos musicales y sus voces.
Uno entiende el escalofrío que les pudo recorrer la espina dorsal cuando escucharon que la “intervención extranjera” ha sido organizada por el general Richard Branson, jefe militar de los temibles cuerpos especiales, los Virgin Seals, toda una leyenda en los sectores más duros del Pentágono. Pero, bueno, un poco de compostura nunca está de más.
La “estrategia Guaidó” ha desconcertado a la nomenclatura gobernante, acostumbrada como estaba a una oposición democrática que había cedido ante el chantaje radical de la testosterona y las poses histriónicas. Parece haber regresado el hada de la política, el único instrumento que ha podido vencer al régimen y contra el cual no son totalmente efectivas las armas de la represión.
Hasta ahora, el pulso lo vienen perdiendo los aparatich de Miraflores. Si en algún momento supieron vender el cuento de una revolución asediada por la derecha internacional, se han quedado cada día más íngrimos en su afán de perdurar en el poder a pesar del creciente desapego popular hacia su lamentable gestión gubernamental. Hablando para atrás y para adelante, han terminado por aceptar que hay una crisis humanitaria que solo los rusos tienen derecho a paliar. Están sitiados hasta por sus propias palabras.
Millones de gentes -como decimos en México- verán y escucharán el concierto Venezuela Aid Live a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Un ejercito de voluntades multinacionales solidarias con la tragedia venezolana. Eso no podrán pararlo con poses y bravuconadas militaristas, ni con imitaciones de carpa remendada y con goteras.
Será nuestro Woodstock… en Cúcuta.
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