Por: Asdrúbal Aguiar
El empleo de misiones militares extranjeras en Venezuela es cuestión debatida a lo largo de su historia política y constitucional. Hoy la reclaman los venezolanos para hacer cesar el “estado criminal” que los mantiene bajo secuestro y deshumaniza. Es el recurso instrumental al que éstos tienen derecho, constitucionalmente, en defecto de protección interna.
El temor a sus consecuencias – acaso menos gravosas como las que se buscan extirpar y son ominosas – inhibe a algunos actores políticos. Incluso a gobiernos extranjeros sensibles a la agonía terminal de un país despedazado institucionalmente, desarticulado socialmente, con hambre y enfermedades, al paso sin agua ni electricidad.
La experiencia de Cúcuta, cuando el régimen de Maduro destruye la primera carga de alimentos al apenas transitar sobre la línea de demarcación fronteriza con Colombia, extrañamente se torna en parteaguas respecto de la cuestión, particularmente en el Grupo de Lima.
La Constitución de Angostura, desde 1819, acepta el paso de tropas no nacionales sobre el territorio previa aprobación del parlamento, como para la estación o no de escuadras navales en los puertos de Venezuela. Hasta le reconoce ciudadanía activa, como premio, a los extranjeros que sirvan como militares a favor de la causa de la independencia.
Al aprobar la ley sobre repartimiento de los bienes nacionales entre los hombres de armas, dicho congreso, además, reconoce a los extranjeros que marchan bajo las banderas de la república derechos sobre aquéllos. Al célebre coronel británico Juan D. Needhan, en lo particular, le entregan en propiedad 3.000 fanegadas de tierras continuas.
Realizada la independencia, separada Venezuela de Colombia, el Congreso de 1830 mantiene su atribución de aceptar extranjeros al servicio de las armas; pero entonces se sugiere su carácter excepcional, al punto de fijársele al presidente una prohibición en la materia.
Superado el siglo XIX y en vías de clausurarse la República militar que emerge desde los inicios del siglo XX, el constituyente de 1947, como petición de principio, declara a los Estados Unidos de Venezuela libre e independiente de toda “protección extranjera”. Y al referirse a los Estados formantes de la unión, advierte que “jamás podrán romper la unidad nacional ni se aliarán con potencia extranjera, ni solicitarán su protección, ni podrán cederle porción alguna de su territorio, sino que se defenderán y defenderán a la Nación de cualquier violencia contra la soberanía nacional”. Otro es el tiempo.
La línea discursiva se sostiene durante la dictadura militar siguiente. En 1953 la constitución que se aprueba – al igual que la anterior, ambas raizalmente nacionalistas – prohíbe a los venezolanos hasta aceptar honores oficiales extranjeros salvo que los autorice expresamente el parlamento.
La Constitución de 1961, que inaugura nuestra República civil y democrática, si bien mantiene las premisas señaladas de un modo general, dispone, por vez primera, en una suerte de regreso a los orígenes constitucionales, que, previa solicitud del Ejecutivo, el Senado de la República puede “autorizar el empleo de misiones militares venezolanas en el exterior o extranjeras en el país”.
La razón huelga. La cooperación militar internacional ya no se discute como en el pasado.
Existe, es cierto, una prohibición del uso de la fuerza – como la agresión militar – que establece la Carta de San Francisco; pero su sana interpretación reclama de sincronía con las otras normas de igual rango y de orden público que ella establece, como las que admiten el uso legítimo de la fuerza individual para la legítima defensa, y su uso colectivo para asegurar y sostener la solución pacífica de las controversias entre los Estados y el respeto universal de los derechos humanos.
La norma de 1961 la repite el constituyente de 1999, llegada la revolución bolivariana. Y omite como premisa el requerimiento previo del gobierno al respecto. La disposición activa o pasiva de misiones militares, en lo adelante, queda a juicio y decisión del órgano parlamentario.
La vigente Constitución, es verdad, declara en el artículo 13 que “el espacio venezolano es una zona de paz” y prescribe que “no se podrán establecer en él bases militares extranjeras o instalaciones que tengan de alguna manera propósitos militares, por parte de ninguna potencia o coalición de potencias”. Mas en el artículo 187, numeral 11, acepta el empleo de misiones militares extranjeras en el país, a saber y por obra de lo anterior, únicamente cuando respondan a la idea de “la cooperación pacífica entre las naciones” y para asegurar la paz y ofrecer protección humanitaria.
La distorsión o confusión deliberada de esos postulados por sectores de la izquierda global y local, que mirándose en sus espejos ven agresiones por doquier y que, insertos en las organizaciones multilaterales donde hacen tarea militante para la defensa de los espacios que sostienen sobre la violencia de Estado y en territorios hechos cementerios, han hecho de la ONU una oficina de medicos forenses.
No sirve para prevenir ni asegurar el derecho a la vida. Se limita a levantar cadáveres y certificar las causas de defunción. Y con cinismo inenarrable promueve la elaboración de memorias históricas, para la reparación de lo irreparable.
En el caso de Venezuela, un país que agoniza y resiste bajo el liderazgo de Juan Guaidó, ocurre una verdadera paradoja. Su Constitución autoriza la injerencia militar humanitaria extranjera, pero quienes pueden proporcionarla ahora dudan, resbalan, cambian el discurso, mientras el paciente agoniza.
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