Por: Jean Maninat
La serie televisiva surcoreana, El juego del calamar, está teniendo un éxito internacional inesperado y amenaza con dividir a los “seriéfilos” en un antes y un después de que estallara en Netflix. El argumento es una variante del género, cientos de ciudadanos, que entendemos representativos de la sociedad surcoreana actual, son seducidos por una misteriosa y poderosa organización para participar en un juego y optar por un premio millonario.
Tienen en común el agobio económico y la necesidad de saldar cuentas pendientes. Marginales de toda laya, un financista en problemas, su ludópata amigo de infancia, tres jóvenes mujeres, malhechores profesionales, un médico sin ética, parejas en el infortunio, un íngrimo inmigrante paquistaní, un anciano enigmático, un pastor protestante, entre tantos otros, se desguazan durante nueve capítulos, jugando juegos infantiles por un premio millonario que alimentan con sus propias vidas. Solo uno saldrá con vida y se llevará los millones. (Uf, la tentación de soltar un spoiler es grande).
Se trata de una historia con moraleja, no es un simple y banal espectáculo visual, una inyección de adrenalina e intriga en nueve dosis. ¡No señor! Hay un tintinear “hobbesiano”, con unas gotas de agua bendita en el trasfondo. El ser humano es esencialmente proclive a las pasiones y dotado por naturaleza de una gran imaginación para la maldad y la violencia. Apretado por la precariedad, su voracidad se destapará y entonces “el hombre es un lobo para el hombre”. Basta con un apagón en una gran ciudad del mundo y todos los contratos de convivencia se estrellarán en contra de las vitrinas de las tiendas de lujo y los almacenes de electrodomésticos. La tentación suele tener elevadas necesidades.
La filmografía surcoreana se ha dedicado últimamente a resaltar las insuficiencias de las economías abiertas y las sociedades democráticas como la suya. Denuncia la generación de riqueza y la prosperidad como generadora de desigualdad y pobreza. Es un discurso superficial, con una Mise- en- Scéne efectista, dispuesta para resaltar que los ricos son malos y los pobres son buenos, salvo cuando los ricos los hacen ser malos. En Parásitos, el laureado film de Bong Joon-ho, los miembros de la familia Kim -una troupe de avezados aprovechadores- son al final presentados como víctimas de los ricachones Park, que los pervierten abriéndoles las puertas a su opulencia y conduciendo al padre a un arrebato asesino. Ser pobre es ser bueno.
Curiosamente, los surcoreanos tienen muy cerca, al norte, a una sociedad y un gobierno comunista, provisto de juguetes atómicos y generador de terribles hambrunas. Se ha erguido como pretendido símbolo de la igualdad y abolición de la pobreza, y no es más que un campo de concentración empobrecido y jactancioso. Corea del Sur, es uno de los países más prósperos de Asia Oriental una región de por sí ya altamente próspera y desarrollada. No es el paraíso sobre la tierra, es tan solo “el milagro del río Han”. Con todo e insuficiencias.
¿Van a seguir con ese calamar?
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