Publicado en: Efecto Cocuyo
Se le atribuye a Francisco de Miranda, en el momento de ser detenido, una peculiar expresión de sorpresa e indignación: “¡Bochinche, bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche!”. Si el generalísimo hubiera estado en la costa de Macuto, en estos principios de mayo del 2020, quizás —con más pesadumbre que asombro— hubiera exclamado: “Chapuzas, chapuzas, esta gente no sabe hacer sino chapuzas!”. Toda la trama ocurrida en el país en estos días ofrece un retrato absurdo, delirante, pero también muy doloroso, profundamente triste. Nadie queda bien y, a medida que se van sabiendo más cosas, cualquiera podría pensar que tal vez era mejor la confusión que la verdad.
No hay por dónde, no hay cómo, salvar este deplorable espectáculo. Parece un homenaje al cine de Juan Orol, un relato de gánsters erráticos y de soldados chambones. Pero en realidad es una bofetada a la ciudadanía que confía en la institucionalidad, que cree en la política, y un golpe bajo a la comunidad internacional que ha venido acompañando la posibilidad de una transición en Venezuela. Tampoco el oficialismo, por supuesto, puede escapar. Tratar de construir una épica con lo ocurrido es también ridículo y desolador. Por más que se empeñen, no hay campaña mediática que pueda convertir un disparate peorro en una gigantesca invasión.
Como siempre, hay tantas versiones, tantas declaraciones, tantas explicaciones y tantas especulaciones que resulta casi imposible saber y entender qué pasó. La Operación Gedeón podría ser narrada como un esbozo de un ataque militar, como un intento de maniobra privada que pensaba atrapar a Nicolas Maduro como si fuera el Chapo Guzmán, como un engorroso plan de espías tropicales, como un programa de concursos de la televisión, con un desnalgue extraño en un playita de Chuao. Desde la existencia de un contrato, firmado o no firmado, válido o inválido, hasta el video de Juan Guaidó pujando una cara de yonofui, pasando por los interrogatorios pseudo filosóficos a los gringos detenidos, todo es tan genuinamente choreto que da grima. Se siente un fríito hasta en la cédula de identidad.
Pero, obviamente, ya es indiscutible que este injerto de mercenarios con ex militares supuestamente rebeldes existió y, aunque parezca increíble, es o fue parte de un plan, de un proyecto. Cuesta trabajo pensar que alguien con cierta información, con algún conocimiento del país, pretenda realmente tomar por asalto a una “narco dictadura”, asesorada por la inteligencia cubana, utilizando simplemente unas lanchas y unas decenas de hombres. Ahí hay, por lo bajito, una sobredosis de Rambo.
Uno puede pensar que Luke Denman y Airan Berry son un par de gringos algo fanáticos y devotos de la teoría de las conspiraciones, ambiciosos y muy ignorantes, tanto como para creer que Venezuela es un capítulo de Jack Ryan, por ejemplo. Pero ¿y todos los demás? No estoy pensando ni siquiera en aquellos que se embarcaron personalmente en el viaje, sino en los líderes de oposición, en los asesores y comisionados que supieron en algún momento de toda esta maniobra. Basta ver a JJ Rendón en la entrevista de CNN para entender el verdadero patetismo de la situación. En su conversación con el complaciente periodista, el asesor de estrategia política de Juan Guaidó se mostró displicente, incluso un poco fastidiado de tener que dar tantas explicaciones. Trató de manejar todo con desconcertante naturalidad y casi dijo que se trataba de un trámite sencillo y normalito, que habían llegado a Jordan Goudrou después de realizar un riguroso casting de mercenarios, que esas cosas pasan, que él donó generosamente 50 mil dólares y no se anda quejando, que ya dejen de joder, que tampoco es para tanto, que el dichoso contrato no tenía 1 página sino 42, que hay que leer las letras chiquitas antes de ponerse a criticar.
Pero del lado del oficialismo se encuentra también una perfecta correspondencia, igual de absurda y de patética. Ya está más que probado que Maduro no tiene capacidad para entrar en honduras, no sabe lidiar con la gravedad. Trata de mostrarse circunspecto. Habla frunciendo el ceño, mirando a cámara y aspirando las vocales, dice que lo querían matar, acusa a Donald Trump… pero de inmediato se le sale el chistecito, saluda a su mujer, comenta que está linda Cilita, se sonríe como si estuviera a punto de pedir otra empanada. Así desactiva la ceremonia. Él solito sabotea su performance. Actúa como si todo lo que está diciendo realmente no fuera tan dramático, tan cierto.
Es sorprendente cómo, ni siquiera en situaciones como éstas, el oficialismo logra ganar aunque sea unos gramos de credibilidad. Narrativamente se han asfixiado con sus propias palabras. Sus voceros no son capaces de reinventarse, solo se hunden en las reiteraciones que ya no dicen nada, que nadie cree. Cuando Maduro denuncia que Wilexis Acevedo y su banda fueron contratados por la DEA, o que la ONG Provea está financiada por la CIA, lo único que logra es desnudar nuevamente su propia fragilidad. Delata que carece de argumentos. Muestra que no piensa sino que reacciona, que solo puede repetir las inútiles fórmulas de siempre.
En el balance de lo ocurrido esta semana tampoco ganan los radicales compulsivos, los adictos a las batallas de Twitter, los eternos ciber iluminados, los que desde hace mucho piden, exigen y reclaman precisamente una incursión armada. Ellos también se han quedado en silencio, con su duelo. Quizás secretamente estén felices ahora que cualquier posible negociación está todavía más lejos. Sin embargo, en realidad no hay nada que celebrar. Aquí los únicos que pueden salir fortalecidos son, de nuevo, las fuerzas que administran y gerencian la violencia en el país: los militares, la policía, el crimen organizado.
La Operación Gedeón se inscribe en la línea de las acciones que ha promovido en los últimos tiempos Leopoldo López. Y es de nuevo un fracaso. Otra gran chapuza. Es un atentado en contra de la institucionalidad que legitima a la oposición y que la vincula con la comunidad internacional. Dinamita la confianza ciudadana y distribuye aun más desesperanza. Es un aventura que nos lleva a la peor de las playas posibles, al lugar donde los civiles ya no tenemos ningún poder. El grado cero de la política.