Publicado en: Efecto Cocuyo
No lo entienden. Eso es lo que pasa. Siempre lo mal interpretan. Le tienen mala fé. Pobre Nicolás. Por eso se molesta tanto y, desde el púlpito, manotea y brama: “¡Imbéciles!”. Y repite: “¡Imbéciles!”. Lo grita golpeando la segunda sílaba con un énfasis especial. Tiene razón. Nicolás tiene razón. ¿Cómo le pueden decir “dictador”? ¿Cómo pueden denunciar que en Venezuela hay una “dictadura”? ¿Acaso todavía no se dan cuenta? ¿Acaso todavía no lo han entendido? ¡Dejen ya de ningunear, coño! Esto es mucho más que una simple tradición tropical y militarista. Esto es otra cosa, esto va más allá. ¡Esto es una autocracia sagrada! ¡Esto es un reino!
También Maduro se siente heredero de un poder divino. Al menos, así actúa. Y desde esa perspectiva, la alternancia política es inadmisible. Es el peor de los pecados. La democracia solo es una forma de traición a su designio supremo, galáctico, infinito. El chavismo es la eternidad. Todo lo demás puede morir. De hecho, eso podría definir su mandato: todo lo demás, debe someterse o morir.
Hace un poco más de un siglo, por estos mismos días de enero, León Tolstói le escribía una larga carta a Nicolás Romanov, zar de Rusia. El escritor cuestionaba la violenta autocracia, legitimada por la religión ortodoxa, y su ceguera abismal, su ignorancia y desdén por la situación real de la inmensa mayoría de los ciudadanos del país. Por supuesto que se trata de un contexto histórico distinto, de unas circunstancias y de un debate ideológico diferente. Tolstói escribe desde y para su tiempo. Pero su mirada crítica sobre un tipo de ejercicio de poder tiene por momentos una gran pertinencia: “lo primero que debe hacer el gobierno –advertía- es acabar con el yugo que le impide al pueblo expresar sus deseos y sus necesidades. No se puede hacer el bien a una persona a la que tenemos amordazada para no oir qué es lo que quiere para su propio bien”.
Aquí, en el Caribe y en este 2020, el año ha comenzado justamente con un feroz ataque del emperador y de su corte para evitar –de cualquier manera y a cualquier costo- que el pueblo se exprese, que la mayoría de los venezolanos digan qué necesitan y qué quieren. Esa parece ser la razón fundamental que brilla detrás de todo el absurdo de estos días: evitar que la oposición se mantenga en el parlamento y designe un nuevo Consejo Electoral, un árbitro imparcial y equilibrado, capaz de llevar adelante un desenlace electoral a la crisis del país.
El 5 de enero se inició el show maratónico más asombroso y patético que ha existido en nuestra historia. Luis Parra y su grupete han dedicado dos semanas a un festival retro, logrando una sorprendente imitación de los tres chiflados, antiguo programa de comedia televisivo, centrado en el disparate, las confusiones, los gritos y las cachetadas. Nunca antes el chavismo mostró su juego de forma tan burda y precaria: Francisco Torrealba dándole órdenes a la “nueva oposición” en pleno hemiciclo; los colectivos atacando a diputados y agrediendo y robando a los trabajadores de la prensa; Diosdado Cabello haciéndose el bambi y diciendo que el problema solo es un conflicto entre bandos opositores; Maduro haciéndose el ruso, tratando de fingir que es un estadista independiente y pidiéndole a las autoridades que intervengan en esa diatriba interna del parlamento; José Brito aparentando que es un militante honesto y preocupado, llegando con varios extras vestidos de amarillo y sin libreto; Timoteo Zambrano pujando una cara de yonofui y simulando que es un adversario del régimen; Rodríguez Zapatero resucitando y tratando de actuar de pronto como si no fuera Rodríguez Zapatero… Todo parece una telenovela barata y mal improvisada.
Por un instante, es difícil creer que detrás de estas pantomimas hay una estrategia bien razonada y articulada. La filtración de la llamada telefónica del diputado Noriega, contando cómo recibió 700 mil dólares, solo es un testimonio más entre otros. El “detrás de cámaras” del 5 de enero es tan escandaloso y grotesco como la delirante película.
Pero Nicolás Maduro no quiere que lo llamen “dictador”. Le molesta. Su régimen invade y ocupa las instituciones; impide la representación y el voto; reprime y censura; secuestra, encarcela, asesina a ciudadanos sin ninguna contemplación legal… pero no puede ser considerado una dictadura. Son una élite que ya se acostumbró a ejercer la crueldad con absoluta naturalidad. Ya no ven la miseria del país. O si la ven, no les importa. Viven en la ética de los bodegones. Dolarizan la soberanía y carajean a los excluidos. Usan sin pudor a los pobres. Están dispuestos a hacer cualquier cosa para acabar con cualquier disidencia. Y encima todavía pretenden que los llamen y los consideren democráticos, revolucionarios, bolivarianos.
Pero se equivocan cuando piensan que pueden engañar a todos los demás. Se equivocan cuando creen que el pueblo los mira y los valora como ellos se miran y se valoran a sí mismos. Tal vez por eso siguen apostándole a la provocación, a la guerra. Juegan todo el tiempo con el límite de la violencia. Tanto que a veces, incluso, da la impresión de que parecen empeñados en que todo el mundo termine creyendo que la única solución posible son los drones. Se mantienen en una frontera delicada y perversa: ejercen el terror y después pretenden frivolizarlo.
“Se puede oprimir al pueblo con medidas violentas. Pero no se puede gobernar con ellas”. Le escribía Tosltói a Nicolás el 16 de enero de 1902
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