Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Después de que Schopenhauer desmintiera el argumento leibniziano de “el mejor de los mundos posibles”, con aquella terrible sentencia según la cual “la vida es un anhelo opaco y un tormento”, las puertas del infierno positivista quedaron abiertas de par en par, desatándose la furia de todos sus demonios. El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung), de 1819, es, de hecho, la declaración formal de la bancarrota de los intentos oblicuos de la teología filosofante y de la metafísica moderna por interpretar el sentido y significado último de sus principales objetos de estudio y, con ellos, del fundamento de la existencia misma. La mesa del festín mefistofélico quedó servida para que el “sueño dorado” de la ratio instrumental -el dominio total, die Herrschaft, ya advertido por Webber- comenzara a producir sus primeros monstruos y sus primeras monstruosidades. No pasaría mucho tiempo para que surgiera la opaca leyenda de la anciana “madre de las ciencias” -suerte de reina Isabel del conocimiento- que, ya achacosa e impotente, daba paso a sus vigorosos retoños, aunque aceptaba, humildemente, un lugar en la grande abbuffata, ubicada, eso sí, por detrás de las últimas disciplinas -no por caso, catalogadas como las “ciencias débiles”-, en el sitial de las nostalgias del pasado y de las sombrías entelequias de lo que aun latía en el débil corazón de la vida espiritual.
Lejos de condenar la sinrazón, el positivismo le dio la bienvenida y le hizo los honores, dado que es su complemento necesario. Muy pronto, las multitudinarias procesiones hacia Tierra Santa o hacia La Meca, sufrieron una severa desviación de su curso hacia el oeste. Y el reencuentro directo con Dios fue sustituido por el encuentro, visible y palpable, aunque no menos ilusorio, nada menos que con un ratón. Es el sublime “reino de la fantasía”, construido sobre pantano, madera y yeso. Es “la magia” de lo efímero. Dicen las Escrituras que el reino de Dios está construido con madera de cedro. El reino de la representación está, en cambio, hecho con cartón piedra. La antinomia de fe y saber ha sido, finalmente, resuelta por la cadena de montaje de la industria del turismo. Los feligreses transmutados en Guests. Ahora, el centro objetivo de los pueblos del mundo se ubica en la parte occidental del gran templo, mientras que para los cada vez más pocos y desprestigiados adoradores de un Dios infinito este espacio determinado, carente de toda configuración, no pasa de ser un simple lugar. Y es que “el sentimiento de lo divino, el sentimiento por el que se siente lo infinito en lo finito, llega a su plenitud solo si se le agrega la reflexión, la reflexión que se detiene sobre él. Y sin embargo, la relación de la reflexión con el sentimiento es sólo un conocimiento del mismo en cuanto algo subjetivo; es solo una conciencia del sentimiento, una reflexión separada sobre el sentimiento separado”. A diferencia de otras fuerzas y actividades de la producción espiritual, y a consecuencia de la división en dominios específicos, procedimientos, contenidos y sistema organizacional, la ciencia y la técnica del presente solo pueden comprenderse con referencia a la sociedad para la cual funciona. El positivismo, que concibe la abstracción científica como una herramienta necesaria para la defensa automática del progreso, es tan fraudulento como la glorificación de la tehcné. Es esto lo que permite comprender por qué el gansterato chavista surgió del seno de las universidades.
Es verdad que Platón propuso hacer a los filósofos gobernantes. Pero los tecnócratas han hecho de la ingeniería y de la administración, en sus más diversas especializaciones y desempeños, un consejo de vigilancia social y política. La doctrina positivista es, en realidad, el fundamento de la tecnocracia filosófica, eso a lo que aún hoy algunos ignorantes insisten en calificar como “la filosofía de la empresa”, que se ha ido expandiendo hasta sustanciarse como modo de vida. Están convencidos de que el único camino posible para salvar la humanidad consiste en someterla estrictamente a las reglas y métodos de la ratio cientificista. Curiosamente, vendieron la idea -y el sentido común la compró con entusiasmo- de que el pensamiento se identifica con la ancilla administrationis, la cual, paradójicamente ha devenido rector mundi. Es tiempo de recordar que el desarrollo puramente técnico-científico, guiado por la enfática ficción de la verdad positivista, elevada a Weltanshauung, no solo ha conducido a las mayores confrontaciones bélicas de la humanidad, a los campos de concentración, a los regímenes totalitarios y supremacistas y al narco-terrorismo, sino, especialmente, a lo que Hannah Arendt definiera como la banalidad del mal: “El problema con Eichmann fue precisamente que muchos fueron como él, y que la mayoría no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran y siguen siendo terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones legales y de nuestras normas morales a la hora de emitir un juicio, esta normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas”.
Que “el mundo sea mi representación” y que la voluntad propiamente dicha trascienda los confines de la realidad fenoménica, constituyendo un universal abstracto, un malandro infinito, ciego, carente de motivo alguno, absolutamente tiránico e irracional, no solo significa haber permitido la transmutación de las ideas en “pinturas mudas sobre el lienzo”. Es, además, una rendición incondicional, la renuncia a la autoconsciencia, a toda posibilidad de ciudadanía y a toda construcción del Ethos. Significa, en consecuencia, el haber abdicado a la libertad como una conquista de la praxis, de la actividad sensitiva humana y, con ello, a la comprensión de la sustancia como sujeto, dejando el camino libre para la aceptación de la guerra de todos contra todos o del triunfo de la barbarie. «The lamb lies down on Broadway», afirmaba la banda de rock progresivo Génesis en 1974. Hoy el mundo ha comprobado que un conocimiento ajeno a la formación crítica e histórica, tendencialmente apologeta del cientificismo, exclusivamente técnico e instrumentalizado, termina en un mundo de ovejas dormidas: en la tiranía de una crueldad larvada, oculta tras los ropajes de la ficción del “triunfo” del progreso.
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