Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
Sin duda hay una serie de variantes locales indispensables para explicar lo que preferimos llamar siempre la tragedia venezolana, la que ha destrozado moral, política y materialmente durante veinte años el país. Tanta devastación no merece otro nombre. Pero igualmente, como hemos señalado sin cese, su lado siniestro, nada minúsculo, de responsables y beneficiarios de su desgracia, el que ha sembrado el horror y el dolor, también hemos querido indagar por la contextura general suya que ha sido tan propicia a la prolongada y todavía viva enfermedad.
Digamos que los ejecutores del saqueo y el crimen, pero también los que huyeron, los que callaron, los que no quisieron ver y hasta los que disfrutaron como si nada ocurriera por estas tierras ensombrecidas. No han sido pocos igualmente. Ha sido mucha la saña y la vileza y poca la voluntad de resistencia y la madurez republicana. Pero no es ese balance el que queremos hacer en estas líneas, ni volver a intentar conceptualizar nuestro intransferible perfil nacional.
No pocos pensadores de los últimos decenios han señalado que el mundo, actual, y allí es donde vivimos, pareciera haber perdido los soportes existenciales básicos en los cuales sustentar una democracia capaz de crecer en fraternidad e igualdad y aun con la capacidad de mantener la sensatez, lo razonable y el respeto a los valores humanos más primarios. Esa fractura ontológica se podría resumir en la pérdida del poder de relacionarnos con el otro o, más simplemente, en un individualismo quizás inédito históricamente por su radicalismo y extensión. Por ende, que conlleva necesariamente a la minusvalía, la caricatura o la demonización de muchos de los vínculos comunitarios necesarios la vida en la polis, el ágora imprescindible por diversa que sea su contextura. Nos referiremos a una de ella, en muchas perspectivas la viga maestra del edificio colectivo, la verdad y solo la verdad.
Con cinismo, debería ser con horror, somos la llamada sociedad de la posverdad. ¿Es esto siquiera pensable? Kant dijo una cosa muy simple y muy honda a propósito de la mentira: una moral que mínimamente la permitiera –y por ende todos pudiesen servirse de ella a discreción- haría la comunicación y el desenvolvimiento social imposibles. Por lo visto se equivocó. La mentira es hoy moneda corriente, a lo mejor siempre lo fue, aunque en menor medida –con “medios” más limitados–, pero ahora es alimento anímico legítimo y válido para nuestros fines, que, faltos de criterios que los legitimen, se igualan los unos y los otros. Todos ellos envueltos en obscenos discursos de una estridente, demoníaca, cadena de falacias inverosímiles, impunes. Lo cual es lícito, Kant y la verdad son mandamientos de hombres que podían enunciar la solidaridad y el respeto al prójimo, fundados sobre la fraternidad, aunque tantas veces la violaran en los hechos. La virtud y el pecado afectivos o racionales eran el horizonte, no importa si en la realidad estuviera muy lejano.
Sin ir muy lejos los venezolanos de hoy oímos cotidianamente los más estrambóticos argumentos políticos dichos con desdén y abulia y recibidos por igual como un mecanismo rutinario de la comunicación política. Incluso importa poco lo inverosímiles que sean pues no hay un criterio que los legitime o los abomine. Es la base del triunfo de la demagogia, del populismo y hasta del circo político. Que el preclaro, heroico y filantrópico Saab debería formar parte de los negociadores de la concordia nacional parece un chiste malo. No, es una proposición que se dice con la cara más dura y se oye como se oye llover. Es probable que muchos en el fondo se paseen por el absurdo de la proposición, pero, simplemente, la verdad que sabemos sobre el delincuente tantas veces condenado, no tiene importancia en el pervertido juego que jugamos. Quizás sea una flojera sin límites y una desesperanza atroz la que sostiene un mundo, y este país, que solo se interesa por satisfacer sus impostergables necesidades o por engrosar su capacidad de consumo y frivolidad. El fin de muchas cosas, pero sobre todo una, las ideas, la ideología, y las reglas que las rigen, para empezar la de no contradecirse, de honrar lo veraz, al menos lo verosímil.
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