Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Entrados los años setenta, durante los gobiernos de Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez, en plena época de la llamada “pacificación” de la guerra de guerrillas, las universidades y liceos públicos venezolanos se transformaron en auténticos centros de resistencia de la subversión izquierdista contra el statu quo democrático, que no solo les había derrotado y reducido a su mínima expresión, sino que les ofrecía la oportunidad de enmendarse, de rectificar y de luchar por la conquista del poder no por medio de las armas sino por medio de los votos. Más consenso y menos beligerancia. Un grueso sector de la izquierda, proveniente de la juventud del Partido Comunista y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, críticos, además, de las prácticas totalitarias del “socialismo real” en la Unión Soviética y China, aceptaron el reto de asumir las reglas del juego dialógico y participar, desde sus posiciones críticas, en la consolidación de un país que, finalmente, se proponía dejar atrás los rencores de las guerras de caudillos -de las que tanto el militarismo como el populismo criollos no eran más que reminiscencias- para entrar, definitivamente, a un nuevo ciclo de la historia.
Pero no toda la izquierda se pacificó. Un reducido sector, quizá el más atrasado, primitivo e instintivo, quedó “picado de culebra”, con ganas de seguir en el frente hasta “tomar el cielo por asalto”. Para ellos, “los abajo firmantes” de la pacificación –los Pompeyo y Teodoro, los Moleiro y Martín, cabezas visibles del “nuevo modo de ser socialistas”– eran unos traidores a la causa, unos reformistas y revisionistas de las sagradas tablas del leninismo, el stalinismo y el “pensamiento Mao-Tse-tung”, como solían decir sus “camaradas” de otros tiempos y ahora detractores. Merecían la muerte tanto como la merecían los capitalistas, los adecos y los copeyanos. No había tregua posible y mucho menos armisticio. Solo quedaba dar “dos pasos atrás y uno adelante”, “desechar las ilusiones y prepararse para la lucha (armada)”. Y comenzó la recluta de jóvenes liceístas y universitarios, provenientes, en su mayoría, de las barriadas populares, en las que el resentimiento alimenta la violencia y la transforma en modo de vida. En no pocos casos se trataba de empalmar la agresión criminal con la política: “violencia de los ricos, violencia de los pobres”. Y, así, el potencial malandraje devino “militancia revolucionaria”.
No le fue fácil a la recién incorporada izquierda democrática morigerar el clima de hostilidades foquistas que, por un largo período, generaron los jóvenes estudiantes de la llamada “ultraizquierda”. Al principio, trataron de hacerlos entrar en razón, de establecer medios de entendimiento, de negociaciones, de diálogos. Pero el único lenguaje que “los compañeritos” manejaban era el de la confrontación a través de la única vía posible para ellos: la violencia física, empírica, auténticamente materialista, según las indicaciones bibliográficas dictadas por el diamat (la dialéctica materialista), auténtica reinvención de una “dialéctica” salida de los laboratorios de propaganda del stalinismo y el maoísmo. Llegados a un cierto punto, las reyertas llegaron a causar preocupación entre los dirigentes de la izquierda democrática, dada la cantidad de heridos y muertos que eran capaces de causar. Y, entonces, se tomó la decisión de derrotarlos políticamente en toda posible elección estudiantil, pero, además, de no permitir más agresiones, de organizarse para repeler sus ataques -más que con fuerza bruta con astucia- y no seguir cumpliendo el rol de víctimas de sus habituales emboscadas. Es de aquella época que proviene el irrefutable adagio: “cuando están solos, los malandros son cobardes”. La estrategia resultó y, finalmente, perdieron el control “político-militar” –así lo definían– de los liceos y universidades.
Pocos años después, a mediados de los años ochenta, la ya no tan adolescente ultraizquierda estudiantil se replegó en las universidades autónomas, aprovechando el hecho de que la izquierda democrática centró sus intereses en otros propósitos, al tiempo que iba abandonando el campo de la lucha ideológica –haciéndose cada vez más “pragmática”– y, con ello, desatendiendo la presencia militante en los centros de enseñanza. Iniciaba así la era de “el fin de las ideologías”, que contribuyó en no poca medida con la laxificación de los rígidos esquemas de la dogmática bolchevique, dentro de los cuales se había formado la nueva generación ultraizquierdista. No fue por casualidad que el ex-rector Chirinos la calificara de “boba”. Hasta que, al final, se produjo el “salto atrás”. Si el resentimiento, la sed de venganza y la violencia están a la base de la forma mentis de un determinado individuo que luego es adoctrinado, al resquebrajarse las bases de su doctrina al individuo en cuestión solo le queda saltar atrás, sustentar sus acciones en el estado de naturaleza que le resulta familiar. Y, así, la capucha del delincuente comenzó a cubrir el rostro del dirigente estudiantil universitario. Fue durante ese período que florecieron los dondiego de día, esa planta que no permite ver el rostro de sus capuyos en las sombras. Se iniciaba el tránsito del político al delincuente, o del político de día y delincuente al atardecer. Terminaron por imponer el chantaje, el terror y el caos como expresión de lucha política. Lo más parecido a las FARC, cuyos jerarcas habían iniciado una guerra contra el Estado colombiano y acabaron gerenciando uno de los más perversos negocios criminales de la historia contemporánea. Tampoco fue fácil su derrota en las universidades. Los daños fueron considerables y aún quedan las heridas. Desde entonces, dejaron por sentado el testimonio de que el único lenguaje que les resultaba familiar, su único código, “en última instancia”, era el de la violencia.
Ser es hacer. Las palabras de Mateo: “factis eorum cognoscetis eos” (por sus hechos los conoceréis). Ya a finales de los años ochenta comenzaron a organizar el asalto al poder con el que dos décadas atrás habían soñado. Pero esta vez habían aprendido a encubrir sus verdaderos propósitos. Primero fue “el Caracazo”, en 1989, tres días de saqueos y violencia generalizada que fueron presentados públicamente como una protesta espontánea de la ciudadanía contra el aumento de la gasolina, una de las medidas contempladas por el segundo gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez. Luego, ya en los años noventa, dos sangrientos intentos de golpe de Estado contra el gobierno legítimo, terminaron por vender la imagen de unos “ángeles” que se habían rebelado contra un despiadado e insensible régimen neoliberal. Ellos, ahora, eran las víctimas. Aquellas intentonas, con la ayuda de grandes sectores políticos y económicos conservatistas, terminaron por debilitar la democracia y poner el país en las garras de quienes lo han destruido todo, pedazo a pedazo. De quienes, a sangre y fuego, han saqueado el país, han reprimido, asesinado, encarcelado, secuestrado y exiliado a todo posible sospechoso de oponerse a sus tropelías. La violencia, el lenguaje de la barbarie, es el único que conoce y ha conocido el actual narcocartel. Ese es su “código de barra” de origen. Hay “palos” que nacen torcidos. Valdría la pena preguntarse si todavía es posible esperar que mediante un “entendimiento” con semejantes actores se logre decidir la suerte de Venezuela.
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