Trascendencia – Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

Lo fugaz, el vértigo, la frase que asalta impactante pero que vive sólo segundos, la sensación que se devora a sí misma en el lapso del parpadeo. Drama sin sustancia, perecedero. En ese mundo líquido que Bauman retrató con tanta lucidez, la noción de trascendencia (del latín trans-cendĕreir más allá) parece esquivarnos. No hablamos, claro, de aquello que pensadores como San Agustín de Hipona oponían a la inmanencia, lo propio de esa realidad que permanece cerrada en sí misma, la acción no transitoria y cuyo confín en el mismo ser. Nos referimos más bien a una trascendencia reñida con su vulgar envés: lo intrascendente, la devoción por esa provisionalidad que sacrifica lo perdurable por la novedad. Nos habituamos al tiempo veloz, decía Bauman, “seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que devaluarán las existentes”.

Lo fugaz, el vértigo, la frase que asalta impactante pero que vive sólo segundos, la sensación que se devora a sí misma en el lapso del parpadeo. Drama sin sustancia, perecedero. En ese mundo líquido que Bauman retrató con tanta lucidez, la noción de trascendencia (del latín trans-cendĕreir más allá) parece esquivarnos. No hablamos, claro, de aquello que pensadores como San Agustín de Hipona oponían a la inmanencia, lo propio de esa realidad que permanece cerrada en sí misma, la acción no transitoria y cuyo confín en el mismo ser. Nos referimos más bien a una trascendencia reñida con su vulgar envés: lo intrascendente, la devoción por esa provisionalidad que sacrifica lo perdurable por la novedad. Nos habituamos al tiempo veloz, decía Bauman, “seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que devaluarán las existentes”.

He allí un dilema para muchos venezolanos, trabados en la tentación de la discontinua catarsis que ofrecen las redes, por ejemplo. La de la desesperación de tanto en tanto drenada, pero casi nunca exhaustivamente elaborada. Un síndrome que se agudiza cuando las voces que instigan estos desahogos pasan por sabias, por enteradas, avisos de corifeos y “notables” capaces de medir, en teoría, la repercusión de cada una de sus opiniones. Menudo riesgo. Sabemos del peso de tales voces en otros momentos de nuestra historia; y que cuando la situación exigió asumir verdades incómodas y avalar posturas que no competían por el aplauso fácil, reinó aquel extravío que dejó sin defensores a la democracia. La tolerancia y sus paradojas: caldo de cultivo donde también los populistas prosperan.

Bueno es recordar lo que, en relación a España, (“La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir?”, 1980) concluía Julián Marías: “la guerra civil fue consecuencia de una ingente frivolidad”. Políticos, intelectuales, periodistas; quienes podían influir en el debate público, dice Marías, “se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían”. Aun cuando la realidad ha dejado sin cueros a los tambores de guerra y obligado a muchos a recortar su fantasioso cálculo, en Venezuela no cuesta distinguir las señas de esa misma ligereza. Insistir en reabrir el tajo que la revolución asestó en el alma de la sociedad venezolana -uno que urge reparar a fondo- parece solaz del que no todos están dispuestos a privarse.

En entrevista reciente, la profesora Nelly Arenas afirmaba que “América Latina no ha vivido la política sino como religión”, pues “entiende que el mundo está dividido entre buenos y malos, entre Dios y el diablo… el pueblo no tiene perfil constitucional sino moral; es virtuoso o no”. Esa misma cosmovisión que da base al populismo, también colmada de pathos y sus simplificaciones, parece haber cautivado a sectores y figuras con auctoritas intelectual. Allí los vemos, entrampados por la convicción de que el nuestro ya no es conflicto de orden político -esto es, sujeto a decisiones de actores racionales- sino moral. El artificioso espesor de este enfoque encandila, seduce, solivianta hígados, pero poco remedia. Dejar en manos de una justicia supraterrenal la resolución de los asuntos humanos, no hace menos visible el coqueteo con la intrascendencia.

En tiempos en los que la inercia política se ha visto desmontada por estremecimientos más y menos evidentes, el rol de quienes forman opinión pública es decisivo. Atravesados por la dialéctica que sigue planteando el clivaje democracia-autoritarismo, conviene repensar nuestros espacios de encuentro con el otro, mitigar el daño antropológico acumulado, abonar el terreno para que la sociedad se auto-perciba como hacedora de su propia sanación. Y no desde el fútil, binario, melodramático abordaje que el genio de Aquiles Nazoa satirizaba en su “Tráiler de una película mexicana”; sino desde la eficacia para construir capacidad simbólica, la hegemonía cultural que describe Gramsci. Ese discurso cuya preeminencia se consolida no a través “de la coerción y la fuerza, sino de la creación de un consenso que manifiesta su identidad en la opinión de la mayoría”.

 

 

 

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