Publicado en: El Universal
Aun tras el golpe que asestó la renovación (¿?) del TSJ, con 11 de los 20 magistrados principales repitiendo en el cargo, conviene no ser arrollados por la frustración, ni desprender la vista del “qué hacer”. Operar en medio del zigzagueo, la situación signada por la puja de los bloques de poder dentro del chavismo (y la posible tensión entre alas duras y blandas, las mudanzas discretas que, no obstante, no dejan de ser llamativas) como por la debilidad del campo democrático, es agobio que marca la carrera hacia 2024. Recuperar bríos y legitimidad, “salir del pozo”, como dos años antes del plebiscito recomendase Felipe González a los chilenos de la Concertación, se vuelve una prioridad.
Un cambio de pensamiento que aliente la acción opositora, debería dar cuenta de los saltos que se gestan incluso en el seno del propio gobierno. Saltos, reacomodos, arreglos que, evidentemente, no dejan de responder a la meta de mantenerse al mando, de asegurar el monopolio de la Potestas, desafiando el costo que ello entraña para quienes son señalados por su proceder no-democrático. Guste o no, acá se plantea un problema de orden práctico: “quien hace política aspira al poder”, avisa Weber, “al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que confiere”. Si no hay contrapesos efectivos que obliguen a ceder o compartir ese poder, pues, el plan de retenerlo seguirá casi sin sobresaltos.
En aras de la reinstitucionalización democrática, para una oposición prácticamente fuera de juego -y ello ha respondido, no lo olvidemos, tanto al avieso tejemaneje de la autocracia electoral como a las múltiples pifias que habilitaron el suicidio- el margen de maniobra sigue siendo restringido. Pero eso, lejos de cancelar la tarea, hoy obliga a afinar vista y oídos, a adoptar innovaciones largamente postergadas. Hay que seguir denunciando el abuso, la ineptitud, cada transgresión, sin duda; pero la dirigencia política no puede quedar relegada a esa cuneta sin tributar jamás a la acción eficaz, eso que la dota de credibilidad. La percepción de élites “desvencijadas y faltas de criterio”, como asesta Teódulo López Meléndez, se agudiza a santo de la impotencia, de la crisis de representación. Si un dirigente no tiene nada qué dirigir, nadie a quién representar, deviene en decorado irrelevante, en morisqueta.
En medio del erial que no da tregua, el diálogo social -como el que impulsa la OIT- y la negociación siguen asomándose no sólo como vías idóneas para suscitar transformaciones, sino también las más realistas. Pero abrazar ese realismo, prescindir de lo que fue ficción autodestructiva, es aceptar que una fuerza insuficiente para lograr y hacer cumplir acuerdos mutuamente aceptables, haría de la transacción un escenario elusivo. Recordemos que las negociaciones políticas prosperan entre quienes exhiben fortalezas claras (esto es, cada uno posee objetos de cambio atractivos para el otro); bandos que representan intereses de forma efectiva y, por tanto, ostentan algún tipo de legitimidad. Si no se trabaja para garantizar tal posición, el dueño de la posibilidad de sustituir la voluntad ajena por la propia, mediante la aplicación de medios coactivos o recursos inhibitorios de la resistencia (García Pelayo dixit), seguirá imponiéndose.
Caminar hacia la recuperación de la Auctoritas (Interna) y de la Influencia (privada), renunciando para ello a la tentación del locus de control externo, es entonces vital. Contar con una facultad no vinculante pero socialmente reconocida, así como capacidad para inducir conductas o la realización de determinados actos, deviene en equilibrio frente al dominio que se ejerce sin sutilezas ni contenciones de facto, dentro de una relación que niega la libertad del objeto pasivo del poder.
Haber sacrificado alternativas y con ello el influjo que alguna vez se tuvo, hace más largo el camino de la redención, pues supone rehacerse desde los cimientos. Ofrecer cambios de fondo y no sólo de forma pide también asumirlos aguas adentro, redimensionando así la intermediación sociedad-Estado que atañe a los partidos, por ejemplo, en tanto integradores de múltiples intereses. Visto lo visto, regenerar la confianza y garantizar adhesiones que, no domesticadas por el clientelismo, den soporte potencial a ese cambio (esto es, que puedan traducirse en voto masivo) sería la meta. Crear irresistibles motivos de seguimiento atados a la eficacia de los actos, a la “responsiveness”, ayudaría a atajar no sólo la desafección; también el sentimiento de sumisión pasiva ante el poder, el mero deslumbramiento por quien lo detenta.
¿Cómo llevar eso al terreno de la Res Gestae, cómo lograr adecuación entre la cualidad captada de forma subjetiva y la realidad? Esa es la cuestión. De momento, la palabra “renovación” -que además pica y se extiende dentro de un chavismo en plena crisis de identidad, sacudido por la forzosa refutación del relato socialista; que se sabe con Poder, pero falto de Auctoritas– marca una ruta. Esto exige partidos consecuentes con un ejercicio democrático que más allá de la reformulación normativa o el reciclaje de jefes políticos, comience por habilitar el ascenso dentro de las jerarquías, la incorporación de generaciones de relevo e ideas acordes con la compleja circunstancia, la penetración y movilización en micro-territorios. Ese aggiornamento que, siguiendo a Bunge, permitiría reinterpretar los viejos símbolos de nuestro vocabulario político, quizás merece la mayor de las atenciones. Lejos de avistar periodos de animación suspendida, la clave del “qué hacer” opositor pudiera estar en el abordaje de esas tareas importantes, siempre diferidas por la urgencia.