Publicado en: El Universal
El totalitarismo moderno tiene tres elementos constitutivos esenciales que provienen de lo más profundo del inconsciente: llegará la hora, el día de la ira, en el que los que sufrieron vejámenes e injusticias, se vengarán por las manos de un caudillo duro pero benefactor y justiciero, el mesías que creará un mundo feliz donde los hombres serán buenos. Esa yerba viene desde las raíces de la cultura y es indestructible pese a que utopía signifique “en ningún lugar” y la tríada con el mesianismo y el hombre nuevo haya demostrado su horror. Esos tres factores componen la esencia del sistema totalitario moderno. Los judíos sufrieron siglos y siglos de opresión, colonización, secuestro por Egipto, Babilonia, Asiria, Roma, y afirmaron la esperanza de que, con un mesías, un ungido “de brazo fuerte y tenso” vendría “el día de la ira”, la reivindicación de los oprimidos, y se les devolvería su patria y su libertad (“haré comer a tus opresores su propia carne/con su propia sangre se embriagarán como si fuera vino”).
Viene a castigar el egoísmo y la maldad, a instaurar la justicia, y a crear un mundo con “ríos de leche y miel”. Luego del escarmiento, su herencia será alegría y abundancia, la Tierra Prometida, arrebatada, y la esperanza mesiánica se convirtió en el báculo moral para soportar la opresión, sostener sus vidas ante la adversidad. Nos espera la “…tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, donde el pan que comas no será racionado y no careceréis de nada…”. “Bendito serás en la ciudad y el campo/ bendito será el fruto de tus entrañas, el producto de tu suelo. El fruto de tu ganado. El parto de tus vacas y la cría de tus ovejas”. De allí proliferan demagogos, déspotas que vinieron a demoler la sociedad y construir una nueva y que usará la violencia para trasformar la condición humana y crear un hombre sin egoísmos ni falsas necesidades.
Los cinco o más mesías de la historia hebrea fueron caudillos militares, mientras el arma del Mesías con mayúsculas, es la palabra, el bien y el amor a los demás, que lejos de hacer que los malvados se comieran entre sí, dejó en la comunión su propia sangre y carne. Mientras el cristianismo habla del paraíso en la vida eterna, la utopía consiste en crearlo sobre la tierra. Que los hombres serán ajenos a la escasez, e incluso a la muerte nace en el Antiguo Testamento, fundamento óseo y poderoso de la civilización occidental, de sus valores fundacionales. El milenario sueño utópico lo inicia la serpiente, a la que injustificadamente confunden con el Demonio, que incita a la pareja del año a probar el fruto prohibido “y seréis como dioses”. Ese acto de insubordinación les hizo salir del Edén, que Hegel compara con “un corral de animales”, procrear, hacerse dueños del mundo.
El costo fue muy alto porque Yahvé como castigo los convirtió en mortales, les hizo presa de la negra nada de la muerte (“maldita sea la tierra por tu causa… Con el sudor ganarás el pan… y polvo eres y al polvo regresarás”). Después los hombres cometen el segundo crimen: Caín asesina a Abel por envidia, y Yahvé decide revocar su obra, exterminar al hombre con el Diluvio, porque criatura tan vil no merecía existir, aunque la mediación de Noé salvó las especies. Decíamos que la esperanza mesiánica viene con su complemento directo, el día de la ira en el que el pueblo tomará venganza de los oprobios y humillaciones, el día de la revolución (“Día de ira, el día aquel/ día de angustia y ahogo/ de devastación y desolación/ de tinieblas y oscuridad…”. Tal vez el texto más obscuro, tormentoso, insondable, esta vez del Nuevo testamento es el Apocalipsis. Después de las borrascosas narraciones del Anticristo, la Bestia, los Jinetes, se establece el Reinado de Cristo de los mil años, el corazón de la Utopía.
Pero la Iglesia, con su poderosa mano izquierda que le hizo triunfar en tantas batallas, generalizó la versión de Dante muy lejana de la creencia utópica que refirió la felicidad y la perfección al Cielo en la otra vida y no a algún futuro sobre la tierra. Por eso hablamos del “otro mundo”. No hay duda de que la noción que predomina desde el siglo XIII es la Divina Comedia. A pesar de esa “sustitución”, al decir de Aristóteles seguido por Lacan, todos esos fantasmas son indestructibles porque tienen raíces en lo más profundo de la cultura, es decir, del alma, el Ello donde nace los mitos. Un rasgo esencial de los movimientos totalitarios es que desparraman el inconsciente y en los más recónditos entresijos del espíritu reaparecen los fantasmas que hicieron retroceder la humanidad a etapas furiosas y turbias, ligadas al caudillo mesiánico, el ejercicio de la ira justiciera colectiva y la construcción de paraísos humanos. El mesianismo moderno trata de hacer creer que los desarreglos del mundo se deben a la maldad ínsita de los poderosos, a su deseo, y no a la falibilidad humana pese a la profundidad y exactitud de frase de Holderlin: “quienes hacen el mundo infernal son los que quieren convertirlo en el paraíso”. Nos persigue la pesadilla utópica de un mundo feliz donde todos seamos iguales y felices, el socialismo o el Reich de los mil años. Fidel o Hitler debían tener el poder absoluto para acabar con el mal.
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