Publicado en: El Universal
Basta asomarse a la realidad de países donde la irrupción del populismo identitario ha hundido su pica, para detectar la arruga evidente: la polarización es el signo de los tiempos. A la última ola de democratización que describió Huntington pareció interponerse el muro de la dicotomización, la hoja filosa que separa el “ellos” del “nosotros”, la brecha que lejos de curar, se ahonda; síntoma de esa mella que Larry Diamond bautizó como la “recesión democrática”. Paradójicamente, el siglo XXI no nos libró de la pisada del ricorso autoritario, la del pathos que da oxígeno a la política del resentimiento, la del auge del extremismo, un tremedal con el cual Venezuela sigue bregando. A expensas de la hipérbole, el maximalismo, la prédica del desquite agravando las distorsiones que acá se ceban desde hace más de 20 años, la polarización no ha hecho sino adquirir remozada y agria corporeidad.
Tras el progresivo abandono de los espacios que nos van quedando para hacer política, 2019 corona con suerte de crónica del suicidio anunciado. Una oposición debilitada por sus propias inconsistencias suma caos al caos, fragmentación a la fragmentación. El ethos democrático, apenas sujetado por los alfileres de cierta porfía, luce cada vez más borroso, amenazado por actores cuyo discurso entra en abierta contradicción con sus obras: porque una cosa es decirse demócrata y otra distinta pasar a los hechos, estar dispuesto a comprometerse con los modos y reglas de la democracia.
En casa del herrero
El trastorno, naturalmente, inquieta más porque prospera en el cortijo de quienes dicen rechazar el molde autoritario, allí donde las opiniones en conflicto deberían tener mayor posibilidad de gestionarse mediante la deliberación. La competencia por detentar la hegemonía opositora, no obstante, desnuda la dificultad para aceptar la pluralidad e incorporarla como valor. Salpicaduras, seguramente, del sistémico déficit democrático: en consecuencia, el diálogo muta en simple notificación de la decisión ya tomada, la verdad deliberativa en predominio de una verdad parcial cuya adopción se receta como “única” salida. Un juego de opciones limitadas, donde sólo los extremos son admitidos.
A santo de esa “política inmoderada” (Sartori dixit) la polarización entroniza su lógica: estás conmigo o estás contra mí. Nos ha tocado entonces ver cómo la impericia para conciliar deseo y realidad, para agenciar con madurez la frustración o la cólera, sentencia a la pira toda disposición a escucharnos. Es agotador, es penoso; porque el desarreglo va agusanando todos los espacios de intercambio, tullendo el ímpetu sanador del centro político, brincando desde ese ámbito público despojado de piedad al recinto que todavía brinda escudos contra la agresión. ¿Cómo construir consensos a partir de la promiscua mezcla de creencias, valores y posturas que no son capaces de dialogar entre sí?
Praxis de la convicción
Medrando en las flaquezas -la de un liderazgo siempre tentado por la autofagia, la de una sociedad que vapuleada por la sensación de humillación y el hambre de reconocimiento lucha contra los alacranes que asedian su espíritu- la polarización gana terreno, introduce clivajes inconmovibles, convierte al potencial aliado en predador. Un campo minado en el que retozan los cultores de la antipolítica, esos que demonizan los pactos y a espaldas de la evidencia histórica achacan pecados a la cohabitación o confunden civilidad con apaciguamiento, crítica con traición. Un ambiente, también, que ataja cualquier intento de promover estados anímicos favorables a una eventual transición.
Afirmaba Huntington que “un régimen democrático se instaura no por medio de tendencias sino por medio de la gente. Las democracias fueron creadas no por las causas sino por los causantes”. Podría decirse que mientras la convicción democrática no se traduzca en praxis regular entre sus promotores, mientras no se instale como necesidad, conducta y hábito –ese reconocimiento de la otredad, básicamente, que exige superar la visión tribal de la política para abrazar el civilizado discernimiento- será difícil reconfigurar percepciones, generar transformaciones relevantes, librarse de las celadas que el pensamiento binario nos tiende.
El giro pendiente
Al filo de
2020, algunos dirigentes empiezan a hablar de rectificación. Ojalá el
propósito de enmienda camine más allá de la retórica, conscientes de que
en el menoscabo de la dinámica política han tenido buena cuota de
protagonismo; de que la rehabilitación de referentes, por ende, depende
también de la capacidad para repensarse a fondo y evolucionar. Para
abrir el camino de la democracia en sus países -nos recuerdan Bitar y
Lowenthal- los líderes de las transiciones “no trabajaron solos…
actuaron de manera creativa y constructiva, en colaboración con muchos
otros grupos y sujetos a estrictas limitaciones, para crear nuevas
realidades”. Impulsar un cambio, en fin, pide “sentido estratégico de orientación hacia una gobernanza más inclusiva y responsable”, coraje para debilitar a los factores intransigentes, talento para restañar heridas e integrar aspiraciones en torno al deber-ser democrático. He allí parte de la impostergable tarea de atraer a los distintos; todos los distintos.
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