Publicado en: El Universal
“The truth? You can´t handle the truth!”: “tú no eres capaz de manejar la verdad”, espeta el general Jessep a su tenaz acusador en “A few good men”, la célebre película de Rob Reiner inspirada en la obra de Aaron Sorkin. La áspera escena nos recuerda que también en el terreno político, la construcción y gestión de esa verdad que por definición afecta a todos, que invocaría nuestro amplio consenso, nunca es tarea leve, nunca deja indemnes todas las fibras que está obligada a tocar. No en balde Hannah Arendt decía que la verdad y la política “nunca se llevaron demasiado bien”; y la tensión entre el dato fáctico y la opinión que eventualmente surge para desfigurarlo o usufructuarlo (algo que la virtualidad ha exacerbado de manera preocupante) es un síntoma de esa fatigosa relación.
De allí que el pensamiento que pretenda desvincularse de una doxa imperante, hegemónica; esa postura que explora la duda razonable, atada al referente que sólo puede brindar la “verdad de hecho”, resulte a menudo incómoda, intraficable, incluso amenazante para muchos. La tiranía de la posverdad que habilitan las redes vuelve esto muy evidente: pobre de aquel que ose cuestionar representaciones sociales más o menos extendidas, pues arderá en la hoguera de los enfebrecidos algoritmos que marcan tendencia y desacreditan voces sin importar cuanta auctoritas hayan desplegado hasta entonces.
El fenómeno no es reciente, sin embargo. La historia de la propia Arendt da fe de tan penosa, humana cortedad. De ella -mujer, judía, expatriada- algunos esperaron en su momento que diseccionase la realidad política desde su personalísima condición, no desde su posición de filósofa, investigadora y catedrática. La oportunidad que le brinda el juicio a Eichmann para afinar su visión acerca de la cualidad de la participación de burócratas como el mismo acusado en el mantenimiento del horror totalitario, la confronta con cierta intelectualidad herida y hostil que, tildándola incluso de antisemita, desmereció su teoría de la banalidad del mal; planteamiento que, según afirmaban los censores, exculpaba al verdugo nazi. He allí un episodio que la película de Margarethe von Trotta (2012), por cierto, retrata con punzantes aciertos.
Lo cierto es que Arendt no sólo se limita, con curiosidad implacable, a dilucidar las señas del mal consumado no por una suerte de Mefistósfeles encarnado, sino más bien por un ser mediocre, un “Mitläufer”, una persona insignificante que seducida por la idea de ser parte de algo mucho mayor, deja de pensar, de cuestionar; y renuncia con ello a la singularidad de su humanidad. Esa mirada penetrante que re-conoce al predador hablante (Freud dixit) abarca también las rebatibles acciones de los líderes judíos durante el Holocausto. He allí un atrevimiento que le valió a la filósofa toda clase de reproches por parte de una comunidad a la que pertenecía y no (“nunca he amado a ningún pueblo ni a ninguna colectividad… la única clase de amor que conozco y en la que creo es el amor a las personas”, escribió a su amigo Gershom Scholem, resuelta a no dejarse tragar por nociones tan abstractas como invalidantes). “Arrogante”, “insensible”, “ignorante”, “traidora”, así la calificaron personas que, en algunos casos, ni siquiera habían leído su obra. Paradójicamente, la idea de que dar la espalda a la verdad podría ser vía hacia la anulación del discernimiento, era de algún modo recreada por su propia experiencia.
Otro tanto ocurre en un exasperado mundo, escamoteado por la posverdad. Y ocurre en Venezuela, donde la opinión aparece peleada por momentos con ese dato “que no logramos cambiar”; donde estudiosos, académicos, analistas, al intentar apartar afectos y prejuicios para entender –no perdonar, no inculpar- la índole de ciertos fenómenos, son atacados por quienes esperan que la incursión en el análisis tome partido o responda a las anchuras exactas del dolor, la furia, la propia y descosida expectativa. Ese camino, el de la negación de esa dimensión epistémica de la democracia que sólo surge de la deliberación y la duda; el de la degradación sistemática de la verdad y no sólo su ocultamiento es lo que, según Arendt, provoca los mayores daños a la esfera de lo público.
Contrario a la “parresía” de los griegos (esto es, “decir todo”, hablar con franqueza y sin miedo) un espacio público distorsionado por la anomalía estructural con la que trajinamos desde hace años y la fractura tenaz que al mismo tiempo quita fuelle a las fuerzas democráticas, luce doblemente lesivo. En virtud de una censura “tolerable”, que, según se afirma, buscaría proteger ciertos activos, atreverse a hacer preguntas, tratar de desentrañar la verdad, pensar a partir del dato duro para dotar de sólido esqueleto a la opinión parece entonces una tarea temeraria. Mala cosa: pues sabemos que cuando el silencio auto-impuesto se vuelve parte del protocolo de supervivencia, poco podría faltar para abrazar la mentira organizada, para justificarla plenamente.
¿Quién traiciona a qué, en ese caso? ¿Son más peligrosos los que aceptando el peso de la evidencia se atreven a auscultar su impacto y alertan sobre posibles amenazas, o los que piden atenuar su percepción para que se ajuste al interés de un grupo, para que ese conocimiento no ponga en tela de juicio a la autoridad? ¿Quiénes aportan mayores y mejores recursos a la hora de comprender y transformar la realidad de forma efectiva; quiénes obstaculizan esa vigorosa comprensión al abogar por el “disimulo necesario”? ¿Cómo cambiar lo que nos mortifica -esta crisis que compromete la economía, la infraestructura, la institucionalidad, la solvencia y credibilidad del liderazgo, la vida de las personas- si se parte de la idea de que gestionar la verdad, toda la verdad (al menos esa que nos afecta) no es tarea que incumba a los ciudadanos?
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