Publicado en: El Universal
Tras la inédita primavera de 2019 y la subsiguiente temporada de destrozos, la caída de la oposición ha sido profunda y tenaz, eso es evidente. Un extravío que ya reconocen, por cierto, quienes hasta ayer veían virtudes en el cascarón interino. Ante un desarreglo que compromete pronósticos para 2024; ante la certeza, además, de que el gobierno supo remontar con éxito el vendaval, adaptarse e incluso abrazar reformas que reniegan de su proyecto fundacional, todo para blindar su permanencia en el poder, el desencanto de la ciudadanía sigue su marcha. Las cifras de autoidentificación política, los niveles de rechazo que suscita la dirigencia casi rayan en el peligroso “¡que se vayan todos!”. No obstante, y aun cuando “ha disminuido el activismo, el interés en votar sigue latente en nuestras mediciones”, afirma Félix Seijas. Atendiendo al giro del propio adversario, una oposición rezagada, rota, tendría que aplicar una suerte de “terapia de shock” para revertir esa peligrosa sangría de apoyos.
La presión por construir mayoría política en ese paisaje de incredulidad plantea un dilema: ¿se trata de sustituir a políticos curtidos (pero víctimas de su vanidad, pifias e intransigencias) por cualquier cara nueva, o de asumir una renovación sustancial que permita reposicionar al liderazgo y devolver prestigio a propuestas y voceros? Partidos que hasta ahora han exhibido un perfil más reactivo que proactivo, tendrán que modular su propia “transición”. En ese sentido, toca prestar atención a la noción de “cambio”, quintaesencia de los procesos electorales en casi cualquier circunstancia, incluso cuando su manoseo sólo pretende enmascarar el continuismo, la no alternancia.
Aunque su función de representación, agregación de intereses y articulación de demandas resulte tan cuestionada, sobre los partidos siguen recayendo obligaciones ineludibles. A ellos incumbe la estructuración de la competencia política, la selección de representantes, la mediación sociedad-Estado también en circunstancias tan anómalas como las que vivimos; la conquista de posiciones de influencia mediante elecciones. De su funcionalidad y recomposición efectiva dependerá, además, que un eventual gobierno democrático goce de estabilidad. Dada la consecución de ese bien mayor, cabría esperar de la clase política cierta audacia y desprendimiento, una dosis importante de flexibilidad e innovación que habilite el pensar “fuera de la caja”. Es lo que evitaría la consolidación de situaciones en las que más que iniciativas, cunda la agregación de inercias. Donde haya “más rechazo que elección, más descarte que preferencia”, como advierte Daniel Innerarity.
Hablar de evolucionar para no extinguirse remite al vidrioso tema del relevo. He allí la terapia, he allí la amenaza. Una diligencia que apunta a profundizar la participación, a lograr una representación más acorde con nuevas realidades y códigos, pero que parece inquietar a aquellos que a santo de su experiencia o influjo pretenden eternizarse como conductores. Los pobrísimos resultados como gestores del cambio político, sin embargo, ponen en entredicho esa experiencia, la sabiduría que Platón asociaba al capitán de un barco (no el más fuerte, no el más rico ni el más popular, sino el más sabio en su oficio, dice el defensor de la Sofocracia). Sabiduría que quizás hoy remite a la educada capacidad para asimilar que la vigencia de un partido, su anclaje en el tiempo como institución y no como simple maquinaria al servicio de caudillos, se ata también a la renovación de sus cuadros. Un proceso que afecta no sólo formas, sino sobre todo fondos; la calidad, amén de la cantidad.
Claro, ese reclamo de “caras nuevas” no implicaría cerrar puertas a militantes experimentados, imbuidos de una misma sensibilidad vital (Ortega y Gasset). Pero al mismo tiempo pide la incorporación y visibilización de talentos, políticos de vocación y sin prontuarios, cerebros valiosos haciendo parte de un cuerpo no supeditado a la estrategia y apetitos del líder. Un cuerpo que se auto-regenera y trasciende la impronta de una estructura empresarial-familiar anticipando la sucesión, el legado; ese perfil caudillista que ha bordado el imaginario colectivo y la historia de los partidos en Latinoamérica.
Sabiendo que el déficit democrático contribuye a exacerbar estos rasgos, la consciencia de lo que se juega a partir de 2024 sirve de acicate para facilitar -no improvisar- tal relevo, y reducir el impacto de un liderazgo desgastado, combatir el afianzamiento mediocre, la aceleración improductiva (Innerarity). En 2019, un veterano, el ex presidente uruguayo José “Pepe” Mujica ilustró bien lo que esa evolución entrañaba en su caso: “Los viejos podemos servir para hacer sombra y no dar paso, o podemos servir para ayudar a que exista la gente nueva; yo estoy en esta última”. Lejos de pronosticar rupturas entre generaciones, se trata de plantear una cooperación, sin nostalgia y sin prisas, que prospere gracias a la competencia democrática; algo que algunos partidos en Venezuela podrían estar impulsando en sus procesos de elecciones internas.
La oferta de cambio siempre es poderosa. Seguramente volverá para acaparar la comunicación política de campaña. Pero todo indica que sus destinatarios ya no están dispuestos a canjear confianza por espejitos. El gatopardismo no es una opción, de modo que emprender transformaciones que vayan más allá del mero discurso implica dar buen uso a las lecciones acumuladas. No en balde “experiencia” proviene del latín “experiri”: ensayo, intento, cambio. La creación de referentes alternativos vinculados al surgimiento de nuevos actores y nuevas demandas sociales, obliga a dar esos pasos largamente postergados, a dejar de amontonar miedos y vetos para abrir espacio a los que vendrán.