Por: Jean Maninat
Es sabido, la política es una intención, que luego se labra en proyecto, y si hay química, se hace afición mayoritaria. No hay leyes que sujeten las sorpresas que nos depara (recordemos el derrumbe del Muro de Berlín), pero el desconcierto del evento es luego asumido como una banalidad, algo que siempre estuvo allí y todos presentíamos (la teoría del “Cachicamo Negro”) y por supuesto, ya no nos sorprende. Pero a medida que el sueño se afinca, el mortal -que siempre es común, cómo podría serlo de otra manera- comienza a apostar por un cambio de vida. ¿Hay otra enseñanza del Nazareno, incluso el de Portobelo? En medio, la travesía del desierto, los apedreamientos, la ira de los justos, la bobera irredenta de los poseídos por su propia verdad. Sin embargo, la ruta sigue y se abre paso, y los profetas de ayer son los parlanchines de hoy. No hay cántaro que resista esa fuente.
¿Podrá Guaidó con el cáliz que le entregaron? ¿Sorteará para bien el envite que le lanzaron las circunstancias? ¿Cuántos Guaidó, hay en Guaidó? Difícil de ayuntar una respuesta, uno quisiera que fuese un personaje in the making, alguien en permanente construcción, que se fuera desembarazando pronto de los reflejos condicionados y logre asumir el entusiasmo general que ha despertado, sin cortapisas heredadas. No es tarea fácil, las disciplinas partidistas ajustan el carácter y comprometen la libertad de pensamiento.
Hoy es bastante más que la corriente en que milita y quizás podría sopesar ampliar sus propios confines. (Dicho sea en su haber, no luce el talante endemoniado de los fanatizados, y entre tanto histrionismo de lado y lado, por Dios que ya es ganancia). Pero preocupa la presión a la que está sujeto para llamar a citas de masas paradigmáticas que luego se van postergando, el 1,2,3 como corsé inamovible, porque evocan las apuestas absolutas que en estos 20 años de resistencia democrática solo han conducido a la decepción y el desánimo del país opositor. Nadie en política está exento de perder el afecto popular. Miremos a nuestro alrededor.
No estamos en esta columna para dar consejos – sobre todo si no han sido requeridos- pero sí para mostrar la preocupación de que como en Alicia en el país de las maravillas, terminemos corriendo todo el tiempo, para estar siempre en el mismo lugar. ¿No cabría una pausa para reflexionar hacia dónde se va? ¿Ajustar el tiro? ¿Despojarse del cilicio del chantaje radical que tanto abruma? El país opositor parece haber cobrado consciencia de que no hay salidas mágicas, y cierto orgullo en su capacidad de resistencia, en la épica de su constancia por no dejarse vencer por la nomenclatura gobernante. Ese es un dato novedoso. Y el gobierno parece incapaz de contener la fuerza tranquila que no le da sosiego y por eso recurre a la violencia -de todo tipo- para aferrarse al poder.
No frustremos esta nueva oportunidad con pautas inapelables, calendarios marcados a hierro y fuego, en prisas artificiales inducidas por quienes no tienen nada que perder salvo su aparatosa notoriedad. Hay un ímpetu renovado por el cambio, a pesar de los pesares que se viven. Y habría que resguardarlo con quien hoy lo representa. Solo el movimiento nos acerca al fin.
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