Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
Si después de las pasadas elecciones, de la epidemia de alacranización, de la alta dosis de irrealidad de tanto realista político, la endeblez de todo tipo de los partidos opositores y sus deseos irrefrenables de arañarse cruelmente, de curiosos fenómenos como el silencio de los “líderes” ante los desaguisados electorales o el poco diplomático machetazo que partió la MUD, o las muy vagas e inconcretas finalidades de los radicales, Voluntad Popular o Vente Venezuela… O esa síntesis de síntesis política que es Barinas, se podría decir que se enterró la unidad que era de las pocas banderas, incolora por lo visto, que acompañaba como un dogma a la oposición desde sus inicios, a pesar de verraqueras y egoísmos. Lo que resultaba bastante natural en un esquema político frentista en que los más débiles deben unirse para enfrentar al déspota poderoso y armado y dejar para mañana las contradicciones entre ellos.
Algunos optimistas irredentos dicen que sí, llegó el caos, pero no es la primera vez que hay que desarmar algo para poder volverlo a armar, a tal punto estaba descompuesto el diseño para armonizarlo. Claro, es una posibilidad. Pero al menos tendríamos que ponernos de acuerdo, so pena de perder otras décadas de horror, de un mínimo de reglas para jugar decentemente la nueva partida. No es de extrañar que de nuevo cada quien quiera poner sus cartas a rajatabla. A lo mejor solo queda invocar unos gramos de tolerancia, que no es demasiado pedir.
Yo me atrevería a sugerir una opción, que es una suerte de cambio de tablero. En vez de ver cómo partidos y partiditos, líderes y lidercitos, se quieren coger la cabeza del tropel; se pudiese pensar en acordarse sobre un programa para tratar de aliviar esta Venezuela sangrante, la que todos conocemos: la de los seis millones y tantos de migrantes, la de la inflación más alta del mundo, la de 75% de pobres de solemnidad, la de 80% de pérdida del PIB, de la destrucción de la educación a todo nivel, la de un sistema de salud sin soportes, de la corrupción probablemente más gigantesca del orbe, la indiciada por violación de derechos humanos acusada en la ONU o en la CPI… Sí, ese monstruo que genera todo el dolor del mundo en tantísimos seres humanos. Eso quiere significar, en dos platos, crear un programa de extrema urgencia social que permita amainar tanto dolor y humillación. Hagámoslo en cambote, ya veremos luego quién se ocupa de cada cosa, de cada herida.
Sí, seguro hay que restituir la democracia, pero primero está el niño que agoniza por falta de penicilina o el anciano que no alcanza a comer o el que camina sin rumbo y sin destino por los caminos que le son extraños o el que llora todo lo perdido. Eso significa algunas cosas, por ejemplo, una política que busque la igualdad en uno de los países más desiguales del planeta (hay ricos de ayer y cantidades de hoy que la pasan muy bien aun en estas circunstancias, burguesía de bodegones y ladrones; en el “este” de las ciudades o por esos mundos). Habría que luchar por repartir, ya. Habrá que hacer una política exterior lo más amplia imaginable, chinos y gringos, por ejemplo, para sobrevivir; habrá que perseguir los miles de millones que le sacaron de los bolsillos al pueblo los que hoy gobiernan. Lo digo pecaminosamente para mucho, habrá que ser roosveltianos, socialdemócratas radicales, estar a la izquierda pues (no olvide que el mapa actual y futuro latinoamericano se enrojece, para mal no pocas veces y en algún caso para bien). Solo así lograremos lo que no hemos podido desde hace mucho, mover al pueblo, unirlo y hacerlo combatiente. Luego veremos hacia dónde el cetro se mueve a largo plazo, qué complicada es la escogencia, inviable en este infierno. En lo inmediato solo hay martirio.