Publicado en: El Nacional
En estos días aciagos de una Venezuela deprimida y atribulada, asediado el pueblo por las carencias de alimentos y medicinas, acosada la ciudadanía por la inseguridad, comprometida la esperanza de la comunidad ante la perspectiva de un futuro incierto de mayores penurias, separadas las familias por la partida de los hijos en busca de mejores condiciones de vida y, sobre todo, afectados en nuestra dignidad ante el descaro de la compra de conciencias y el chantaje constituido en arma para doblegar a la población, se han hecho manifiestas las señales más positivas del verdadero sentir venezolano.
Es cierto que en estos años hemos sido testigos de las muestras de un odio que nos es ajeno y no son infrecuentes las manifestaciones de retaliación y venganza que se apoderan de nuestro espíritu, pero no es menos cierto que nos quedamos sorprendidos ante la respuesta que se va generalizando de la generosidad y solidaridad de nuestro pueblo para contribuir al alivio de las necesidades de nuestros hermanos.
A mí me ha tocado experimentar en vivo lo que acabo de expresar con motivo de la urgencia de un medicamento para un enfermo cercano requerido de un tratamiento específico.
Tocar la puerta de un vecino a quien conocíamos de vista en las actividades de todos los días, en el mercado, en la farmacia, en la panadería o en la iglesia, con el fin de recoger una medicina que no se encuentra, ha sido una maravillosa experiencia.
Sin duda, las necesidades de quienes padecen graves calamidades, si bien pueden suscitar resentimientos hacía los poderosos que, prevalidos de su efímera posición, han liquidado esperanzas y proyectos de vida, también han hecho posible que salgan a relucir expresiones de genuina fraternidad y acciones concretas de ayuda y acompañamiento de los que sufren apremiantes condiciones de vida.
Las ollas solidarias de las parroquias que comparten los alimentos con niños o adultos que padecen hambre; las asociaciones de derechos humanos que velan por la ayuda a los presos; la asistencia gratuita a los perseguidos simplemente por pensar diferente; o las organizaciones privadas que procuran las medicinas a quienes las requieren y se ven imposibilitados de conseguirlas, son la prueba fehaciente de instituciones o iniciativas particulares que florecen a la vera del camino de las dificultades de un país.
Tengo el testimonio de vecinos que veo llenar las bolsas del mercado –que ya no se regalan– para llevar comida a un hogar de niños o ancianos; he conversado con ejemplares ciudadanos nacidos en otras tierras que hoy le devuelven con amor a nuestros hermanos el gesto y la acogida que les dimos en nuestra cálida tierra, que no piensan en abandonar; he oído con admiración y respeto las palabras de aliento de quienes han sentido en carne propia las experiencias de la persecución y hoy son solidarios con nuestros encarcelados en infames antros de degradación humana.
Venezuela, después de este proceso, con etapas que deben quedar grabadas en nuestra conciencia ciudadana, vivirá otros tiempos en los que un futuro mejor que nos merecemos no podrá hacer olvidar los más nobles sentimientos que nos identifican como pueblo.
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