Publicado en: Efecto Cocuyo
Varias de las reacciones ante una carta pública, aparecida esta semana en algunos medios, tal vez son la mejor confirmación de lo que precisamente señala el remitido. En el contexto de un país que asiste a la multiplicación diaria de sospechosos, twitter puede ser una experiencia altamente inflamable. Produce y reproduce incendios de manera instantánea, a gran velocidad. Puede ser una increíble maquinaria de linchamiento express. En menos de dos segundos, te puede convertir en un corrupto colaboracionista, cómplice de la dictadura, hermano gemelo de Tarek Williams Saab. “Cuanto más complicadas son las situaciones –afirma la ensayista argentina Beatriz Sarlo-, más sencillas aparecen en las redes”.
Lo primero que velozmente se propagó fue una indignación ante el hecho de que quienes firmaban el remetido se auto proclamaran intelectuales. Con comillas. Así: “intelectuales”. Como para remarcar con fuerza y desdén que se trataba de un ejercicio de hipócrita soberbia, de simple y artificial supremacismo. Sin embargo, el documento jamás dice eso. No enuncia un nosotros con alguna definición. Nunca señala que quienes suscriben la carta son intelectuales o panaderos, albañiles, teóricos de la computación o especialistas en medicina tropical.
Es probable que algún titular, con el que algún medio anunció el remitido, haya podido generar esta confusión. Pero bastaba leer el carta para darse cuenta de que la palabra “intelectual” no aparece escrita en ella. Tal vez, el escaso número de gente que aparecía como responsable del texto pudo mover más de un resentimiento o de un ánimo adverso, tendiente a pensar que se trataba de un grupo selecto. Yo también pensaba que firmarían muchas más personas. Pero no creo que eso sea lo importante. El fondo sigue siendo el mismo: uno de los cuestionamientos más feroces a la carta no tiene ningún asidero. “Un libro es un espejo” –decía Litchtenberg. La irritación no está en el texto sino en quienes lo leen.
No deja de ser desconcertante, entonces, la furiosa descalificación de lo intelectual que, a propósito de la carta, se desató entre cierto grupo de tuiteros. En sus reacciones, con demasiada frecuencia, se define lo cultural como algo mediocre, corrupto. Hay algunos más líricos y elaborados que simplemente definen a los “intelectuales” como “bazofias” o “jala bolas”. Sorprende también cómo, con efervescente facilidad, se asocia lo intelectual a satánicas estrategias de la izquierda para imponer modelos totalitarios. En esta línea, cualquier tipo de ejercicio de ideas divergentes o cualquier espacio de debate (desde una universidad hasta un artículo de prensa) puede ser considerado una peligrosísima amenaza.
La crítica fundamental en contra del remitido se centra en la supuesta intención que tiene la misma de silenciar a un sector de la oposición. Denuncian, quienes posiblemente se sintieron más aludidos, que el remitido pretende aniquilar la libertad de expresión y la independencia política de cualquier ciudadano. Nuevamente, quisiera volver a la carta, al texto puntual que origina la controversia. Es un documento de evidente apoyo a Juan Guaidó. Es un llamado de alerta ante las “acusaciones falsas” que se lanzan en su contra, una petición de “confirmar la veracidad de los hechos” antes de difundirlos. Propone, finalmente, dejar de lado las controversias internas o los ataques al único liderazgo importante que tiene la oposición, cerrar filas alrededor de Guaidó, para tratar de derrotar a la dictadura.
Todo hay que decirlo: la carta tiene un tono de exhorto que puede resultar incómodo. También su mención a “los guerreros del teclado” puede haber activado unas pugnas que no siempre favorecen a la discusión. Pero no es ésa la sustancia real del texto. No se propone tampoco silenciar a nadie. El debate va por otro lado. El remitido reitera la importancia y el respeto a la crítica, así como el necesario control ciudadano sobre los funcionarios públicos. Se propone una disyuntiva política de otro tipo, una discusión sobre la coyuntura en que nos encontramos, sobre la crisis del país y sobre –al menos en estos momentos- su única salida visible.
Lo llamativo, sin embargo, es que ante la posibilidad de un debate, de manera inmediata, se desarrolló más bien un acelerado proceso de desacreditación del documento y de sus firmantes: tarifados, venenosos, lamesuelas, sicarios, chavistas, fidelistas…La discusión sobre el documento, con todos los errores que éste puede tener, fue sustituida por un festival de descalificaciones, a veces con niveles de bilis altamente tóxicos. La intensidad en twitter se conquista por la vía de la repetición. Por eso la ironía o el insulto son más eficaces que las ideas.
De todos los cuestionamientos que pude leer, hay uno en particular que me parece muy pertinente y atinado. En su requerimiento final, el remitido propone la identidad como argumento, apela a la nacionalidad como valor de razonamiento, incluso como virtud. Eso es nefasto. Y también es irreal. Tan venezolano es invocar una estrategia de apoyo cerrado a Guaidó como rechazarla. Es un tema que no puede formar parte de un debate. En rigor, “lo venezolano”, como una entidad única y definitiva, no existe. Ni siquiera a la hora de hacer empanadas.
Firmar un remitido es como inscribirse en una competencia de un deporte extremo, una experiencia de alto riesgo. Eso también podría ser un indicador de lo que vamos siendo. Veinte años bajo un proceso de destrucción no pasan en vano. Ante una realidad cada vez más afectivizada, y la evidente presión internacional para lograr algún forma de negociación, la unidad de la oposición parece ser ahora un milagro imprescindible.
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