Publicado en: El Nacional
Por: Raúl Fuentes
El mes de julio es, en este país, de especial regocijo para el chauvinismo nacionalista y populista. La firma del Acta de Independencia, redactada por dos civiles, Juan Germán Roscio y Francisco Isnardi, y ratificada un día tal el de hoy, 7° del mes séptimo, también domingo, y el natalicio del Libertador constituyen efemérides fundamentales para la exacerbación del (por lo general) canallesco fervor bolivariano, en especial el de la privilegiada y parasitaria casta verde oliva. Por eso, los primeros días del caluroso y, a veces, pluvioso mes, los destinaba Marcos Pérez Jiménez a la celebración de la Semana de la Patria, suerte de fiestas patr(i)onales ahitadas de reñidas competencias deportivas, vistosas paradas estudiantiles, disciplinados desfiles de empleados públicos –participación obligatoria– y, por supuesto, el estelar protagonismo de todos los componentes de las entonces pluralizadas fuerzas armadas en simulacros de defensa territorial. De aquellos fastos sobrevivió el circo militar del 5 de Julio, desnaturalización de una jornada cívica y no guerrera, no en el sentido chaveco y madurero del término. De allí la importancia de la convocatoria de Guaidó, orientada a convertir el Día de la Independencia en jornada de repudio al régimen salvajemente homicida encabezado de facto, no de jure, por un autobusero sin luces. Hay razones para ello. Una y de suficiente peso es el atroz asesinato del capitán Acosta Arévalo, perpetrado en las oprobiosas ergástulas de la Dgcim, y curiosamente asociado, alegatos revanchistas mediante, a un hecho de similar iniquidad acaecido hace ya 43 años.
El viernes 23 de julio de 1976, agentes de la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención –del Ministerio de Relaciones Interiores, conjeturo–, mejor conocida por el acrónimo Disip, detuvieron al secretario general de la Liga Socialista, Jorge Rodríguez, por su vinculación con el plagio de William Frank Niehous, presidente de la Owens Illinois de Venezuela, a quien la secta grupuscular, mascarón legal de una pretendida Organización Revolucionaria (OR) –desprendimiento del frente guerrillero Antonio José de Sucre, surgido de una división del MIR–, basada en prejuicios y barruntos, tenía por agente de la CIA, lo cual, de acuerdo con su maniquea cosmovisión, era motivo suficiente para secuestrarle –Operación Argimiro Gabaldón–, y exigir a cambio de su liberación la bicoca de 20 millones de dólares –¿adónde fueron a parar esos reales?–. El domingo 25 de julio, dos días después de su detención, Rodríguez falleció de un infarto a consecuencias de torturas infligidas en los calabozos de la entidad policial. El director de la misma, Arístides Lander Flores, fue removido del cargo por órdenes del presidente Carlos Andrés Pérez. Asimismo, a solicitud suya, el Ministerio Público ordenó el arresto y enjuiciamiento de los culpables, quienes (es del dominio público), fueron debidamente procesados y condenados a 20 años de prisión. Lo acontecido entonces fue y sigue siendo una fea verruga en la piel de una república civil y democrática; perfectible, cierto; mas ello no puede ser pretexto para consumar simétricos taliones, endilgándole culpabilidad al país entero, como hizo la no muy agraciada señora o señorita Rodríguez Gómez en destempladas declaraciones al incombustible José Vicente Rangel.
Han caído demasiados aguaceros desde aquel infausto episodio; aquí y ahora, cuando la primera magistratura es usurpada por un antiguo militante de la Liga Socialista, la ciudadanía es impactada por el escalofriante caso del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo. El malogrado oficial de la marina de guerra, ascendido póstumamente a capitán de fragata por el presidente interino, fue apresado por esbirros de la dirección general de contrainteligencia militar –no puede uno escribir con mayúsculas el nombre del siniestro cuerpo de espionaje–, mientras aún se encontraba en el país la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, quien ha de sentirse burlada con las hipócritas carantoñas del régimen por ella legitimado. Conducido a los calabozos de la subsidiaria castrense del G2, fue despiadadamente martirizado (intentan ocultar evidencias forenses al respecto), al punto de perder habla y movilidad –¡auxilio!, fue la única palabra por él articulada en el tribunal donde se presentó en silla de ruedas, último y grotesco acto de la farsa judicial montada en su contra–. El abominable crimen, enfatiza y nos recuerda un editorial de El Nacional, ocurrió en jurisdicción militar, bajo la custodia de sus oficiales. Y tiene razón Laureano Márquez: su grito de auxilio es el de toda la nación, una nación avasallada por corruptos matones emocionalmente resentidos y sometida a la más infame de las torturas: el hambre.
A través de Twitter –¿desconfía del monopolio mediático socialista?–, el írrito fiscal designado por la no menos nula constituyente comunera de Diosdado, solicitó la aprehensión preventiva del teniente Ascanio Antonio Tarascio y del sargento Estiben Zárate, quienes tenían a su cargo la vigilancia de la víctima; ergo, de acuerdo con la lógica del cagaversitos de la fiscalía, deben tales sujetos estar en el ajo –elemental, Watson, exclamaría flemático cualquier Sherlock cinematográfico–. No obstante, en el estamento castrense existe una rígida cadena de manos. La autonomía y el libre albedrío no son prerrogativas del soldado. No es, pues, desatinado suponer que los sospechosos, ambos pertenecientes a la guardia nacional bolivariana y pretoriana, fueron elegidos de entre los pagapeos de la legión de sicarios, verdugos y soplones con licencia para matar, dispuestos a sacrificarse por la revolución a cambio de una respetable retribución pecuniaria colocada en la banca offshore, reclutada por el general Iván Hernández Dala (Ej.) y el mayor (GNB) jefe del órgano represivo y su brazo ejecutor, el mayor Alexander Enrique Granko Arteaga (GNB). Son estos individuos con mando los responsables del excesivo abuso de poder que condujo a la tumba a un soldado y ciudadano opuesto a la deriva autoritaria de la revolución bonita y la politización de la fuerza armada. A ellos y al jefe del Sebin debería sentar en el banquillo de los acusados el muchacho de los mandados pseudolegales. El falsario Nicolás se casó con la muerte. Es su aliada más eficiente al momento de enfrentar el disenso y de decirle al potencial adversario ¡mírate en ese espejo! El ametrallamiento de Óscar Pérez y la defenestración de Fernando Albán avalan nuestra apreciación; sin embargo, las violaciones sistemáticas de los artículos 45, 46, 47 y 48 del bodrio azul glorificado por Chávez no comenzaron con Maduro, este, desde su alta y mal habida posición, se limita a aplicar las enseñanzas de su Pater Putativis, a partir de un apotegma fidelista: dentro de la revolución todo; contra la revolución nada. El galáctico redentor barinés hizo gala de su fidelidad al atrabiliario dogma, y se lució emulando a Margaret Thatcher al disponer, en agosto de 2010, la reclusión de Franklin Brito en la unidad psiquiátrica del Hospital Militar de Caracas, contra su voluntad, y le dejó morir de inanición, a objeto de poner fin a la huelga de hambre llevada a cabo por el combativo biólogo y agricultor en protesta por la confiscación de sus tierras.
Cuando casi doy por terminada estas líneas, escritas el jueves, Independece Day en el odiado imperio y víspera del rojo jubileo patriotero vernáculo, quiero creer que la gente atenderá masivamente al llamado del presidente interino para tomar las calles del país, tanto por el alto contenido simbólico de este 5 de julio, cuanto por las causas de la contestación –si no bastasen la desaparición forzada, suplicio y defunción del capitán Acosta, tenemos la ceguera provocada a perdigonazo limpio y parejo por la policía de Bernal al joven Rufo Antonio Chacón–. ¿Cuánta gente debe morir y sufrir para encender la mecha de la insurgencia popular y echar al castro-chavismo en la fosa del olvido? Esta vez me abstengo de pronosticar; empero, Guaidó es hombre de sorpresas, y tal vez tenga algún as bajo la manga para alegrarnos no digamos el viernes, sino el resto de nuestras vidas. ¿Deseos ilusorios? Ya veremos.