Publicado en: El Universal
Las mil y una noches enseña que lo peligroso de los deseos es que se pueden cumplir. De esa maravillosa obra se derivan centenares de cuentos y chistes populares sobre las crueldades que hacen los espíritus cautivos en botellas y lámparas a sus desprevenidos liberadores, como el hombre condenado a cargar sobre su hombro una paloma enorme e insaciable por equívoca petición a uno de esos espíritus. También Homero dice que los dioses castigan a los hombres al hacer realidad sus sueños y en términos prácticos, pocas cosas tan escalofriantes como un político soñador. Mucho cuidado con lo que pedimos.
El escalofrío lo sentimos a diario desde que a algunos se les ocurrió la idea de invocar a un “quiebre” o una “fractura” de la estructura castrense, la intervención militar democrática. Eso revela la espontaneidad de quienes aspiran derrotar al gobierno en un país cuya política se hizo torva porque éste se caracteriza por escasez de escrúpulos y demasiada rudeza. En 2017 comparamos esa relación con la que habría en una reyerta entre Lady D y Bin Laden. En Venezuela triunfaron en los últimos dos siglos cinco golpes militares entre más de dos decenas de “intentonas” como se les dice en la jerga.
Los que derrocaron al General Medina Angarita en 1945, Rómulo Gallegos en 1948, Marcos Pérez Jiménez, Hugo Chávez el 11 de abril de 2002 y a Pedro Carmona dos días después. Todos tienen un rasgo en común: fueron pronunciamientos en bloque de los estados mayores conjuntos y no “quiebres”, ni “fracturas”, ni niño muerto. Por eso no se derramó sangre y podría decirse que el stablishment militar se limitó a informar al presidente que ya no lo era.
Yeso y fractura
De haber “fractura” hubiéramos tenido conato de o guerra civil, que nos hundió en la miseria extrema desde la Independencia hasta 1899 fecha en que el arquetipo del gocho trabajador, discreto y sobrio suplantó al llanero, con grandes beneficios para el país. Vallenilla Lanz lo describe en Cesarismo Democrático como un guerrero bárbaro que montaba en pelo, desnudo, lanza en mano, cubierto de barro y que devoraba carne asada o cruda sin bajarse del caballo. Los andinos por el contrario eran silenciosos, trabajadores, tenaces, apegados a la tierra porque debían arrancarle papas a laderas empinadas, frutos a una naturaleza hostil.
Campesinos sedentarios, en un estadio más cercano a la civilización que aquellos jinetes nómadas de Gengis Kahn perdidos en nuestras llanuras. Las fracturas militares son el preámbulo de guerras civiles que nadie sabe cuánto duran, pero los polemólogos consideran más sanguinarias y terribles que las convencionales. Pueden terminar en secesiones o estados fallidos y no así en los nacientes EEUU, España (y otros) porque ambos bandos se ahogaron en sangre y horror. O en guerras internas de baja intensidad como Argentina y Chile, con miles de desaparecidos y torturados.
Mucho de eso enseñaron África y los Balcanes. Hasta ahora entre los militares no se concreta una fractura ya que tienen conciencia clara de que son la última frontera que resguarda la unidad nacional, garantía frente a la marea de las megabandas, el narcotráfico, los colectivos, los grupos irregulares colombianos y el hampa simple que tomarían el país en un escenario de violencia ¡Cuidado con lo que pides! La guerra es una maquinaria de asesinar niños y así lo espeta el furioso Aquiles a Agamenón: “en la guerra los jóvenes mueren y los viejos pactan”. Hay que regresar a la ley y el orden.
Advertencias inútiles
Es preferible que los viejos pacten antes y no mueran los jóvenes. Por desgracia desde que llamaron a la abstención en 2018, una de las burradas políticas más grandes que se recuerden, parte de la sociedad desarmada pasó a la contra natura condición de militarista, a depositar sus aspiraciones políticas en algo que no controlan y ni siquiera conocen. Los sectores que derrocaron a Allende en 1973 creían que una vez tranquilizadas las cosas, en cuestión de semanas Pinochet entregaría el poder a la democracia cristiana en tanto fuerza fundamental de la oposición. Esperaron sentados por diecisiete años.
La novillada del 30 de abril parece que marca un hito y los principales sorprendidos por su estridente fracaso son los que lo intentaron. Ya hay una amplia hemerografía sobre la vacuidad sin límites de la ruta emprendida desde hace ya varios años cuando se adoptó una desmangurrillada insurrección civil para hacer estallar el mundo militar. Mucha gente se ha cansado de advertir la ingenua ceguera de ese plan, que a partir de 2014 y antes, logró perpetuar en el poder a los que ya hoy deberían estar fuera de él. Es gracias a ellos aun gobiernan. Arruinaron la posibilidad del cambio, nuestras vidas y las suyas, exiliados, presos o acorralados.
Parece que sigue siendo inútil advertir nada porque algún incorregible mecanismo de la mente crea incapacidad de procesar la realidad, hacer sinapsis en los decisores. Tal vez lo que procede es, para advertir, crear una fuerte corriente de opinión que se oponga al gobierno pero también a la sistemática vocación para el error que se destaca. Es desesperanzador que los militares, según sabemos, hayan perdido respeto al liderazgo civil, lo chalequeen y lo vean como un ridículo peligroso y no como una posibilidad. Alguien debe asumir el regreso a la ley y el orden.
Lea también: “Perro callejero“, de Carlos Raúl Hernández