Salir de la caverna – Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

Posiblemente, uno de los rasgos más dramáticos asociados a la condición del homo sapiens ha sido la necesidad de librarse de la incertidumbre; tener control -o creer que se tiene- sobre lo que prosigue. Los atavismos de una tribu a merced del mudable entorno, no nos abandonan.

Tal apego por las certezas, favoreciendo el atasco en la zona de confort o la resistencia a enfrentar opiniones que desbancan lo conocido, también encuentra eco en la célebre Alegoría de la caverna. En esa suerte de tratado de “medicina política” que es “La República”, Platón recrea el diálogo entre Sócrates y Glaucón; allí, el maestro pide al discípulo imaginar a un grupo de prisioneros encadenados tras un tabique, al fondo de una morada subterránea. La luz de una hoguera proyecta sombras de objetos manipulados por otras personas, sombras que los prisioneros toman como evidencia del mundo real. ¿Qué pasaría si uno de ellos, liberado de sus grillos, sale de su encierro de vida y emprende el ascenso; si a pesar del resplandor que ofusca los ojos habituados a la oscuridad, consigue al final distinguir las cosas del exterior, el mundo inteligible, el de las ideas?

Tal vez aquel hombre que antes no veía y ahora ve, correría a contrastar la revelación con sus compañeros, y se vería movido a desatarlos, a liberarlos de su invalidante ceguera… pero la audacia no recibiría cortesías, avisa Sócrates. Al contrario. El recién retornado sería tomado por un orate, quizás hasta asesinado. Triste sino el del redentor sin devotos. “Un enemigo del pueblo” al mejor estilo de Stockmann, el trágico personaje de Ibsen.

Así, cambiar percepciones instaladas por otras, someterse al punzante tránsito de deshacerse de un paradigma para acoger una nueva verdad, por más liberadora que parezca, no siempre nos seduce. El propio cerebro, dado a la economía de esfuerzos, tiende a construir “caminos neurológicos” que sirven de atajos para evitar nuevos trámites a la hora de procesar información. Pero, ¿qué pasa cuando el menú predeterminado se agota; cuando lo no-conocido gana terreno y nos deja sin pertrechos?

He allí donde prospera la humana angustia, el desorden. El trastorno que surge cuando nuestras seguridades se desploman. Contar con respuestas que mitiguen la complejidad, que amparen con esa indulgencia que a veces entraña la evasión, puede ser una rutina “salvadora”, claro. Pero ello no desterrará por siempre la realidad, ni modificará el hecho de que el cambio es la única constante, como ya advirtiera Heráclito. ¡Ah! Sospechar tal irreversibilidad anticiparía la crisis. El boquete en la confianza. El shock.

Dichos episodios cunden en nuestra dinámica política, donde la incertidumbre también reina y es preciso vivir renovando los métodos para tolerarla. En ese contexto, el compromiso irracional no ha faltado. Insistiendo en una estrategia carente de medios para ejecutarse, por ejemplo, aferrados no a los hechos sino a las creencias, al mondo voluntarismo: como auto-recluidos en la caverna. O apelando al locus de control externo, con el saldo de impotencia que excusaría la falta de iniciativa para generar cambios: “solos no podemos”. U omitiendo la verdad, aun conociéndola, como en el caso de cierto liderazgo ensimismado. Aquel que, al no contar con recursos para solventar problemas concretos, opta por regresar a la morada–prisión y cebar la feroz ignorancia que esclaviza a sus cófrades, hasta que los tiempos le sean propicios. Presto a instrumentalizar la esperanza.

Ninguno de esos efugios pudo convertir el agua en vino, la incertidumbre en certezas. Así que toca volver al camino largo y trabajoso de la reconstrucción desde las asoladas bases, el del convencimiento para dotar de virtudes lo que hasta ayer se apartó con grimas y énfasis. Para quienes retoman la vía del voto ya no calzan las hueras consignas, “no lo llames elección” o “votas, pero no eliges”. Ahora urge desatornillar lo embutido en el “top of mind” luego de años de estigmatizar la participación; y embellecer lo que se degradó, invitar gentilmente al desconcertado a salir de la negación. Una mudanza radical, en fin, que descollando en campo seco de alternativas, exige pericia para deshacer lo enmarañado. Enorme desafío.

Reconquistar al potencial votante pasa entonces por desaprender lo aprendido, para reaprender lo necesario. Por comprometerse con un mapa de consistencias que prescinda del tornadizo “hoy voto, mañana quién sabe”. Por asumir deslindes que trunquen el desafuero de los intransigentes. Por postular candidatos dignos de crédito, capaces de imaginar hacia dónde vamos. Por explicar cabalmente a ciudadanos despojados de certezas por qué ahora sí, y antes no. Y por comprender, trajinar con la natural conmoción, la resistencia a abandonar el nicho que se creía seguro. Para eso, por supuesto, hará falta que los primeros convencidos del plan de salir de la caverna, gestionar el miedo sistémico y asumir la trascendental enmienda, sean los propios actores políticos.

 

 

 

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