Publicado en: El Universal
Revolución y alucinación “No podemos seguir gobernados pasivamente por las leyes de la ciencia, ni por las de la economía, ni por los imperativos de la técnica” (Asamblea estudiantil de Toulouse 1968)
Algunos dicen que hay que estudiar la Historia para no repetir errores, mientras otros creen que estamos condenados a reincidir (¿2005 y 2018?). La insurrección estudiantil de mayo 1968 en Francia, que sacudió al mundo y produjo una oleada universal de revueltas, sería un buen ejercicio comparativo. Comienza en las universidades y se extiende a la ciudadanía, una revolución reaccionaria contra la sociedad abierta, inspirada en ideas fanáticas, despóticas y simplistas, como el Libro rojo de Mao, la hagiografía de la revolución cubana y las teorías del filósofo alemán-norteamericano Herbert Marcuse.
La sociedad abierta se modernizaba, se extendía la TV, se imponía el rock, música sexual por excelencia en las caderas de Elvis y Jagger. El amor libre venía en las anticonceptivas y la minifalda, sensacional invento de Mary Quant. Manifestaciones convocadas por la Unión Nacional de Estudiantes terminan en violencia con la policía y llevan al cierre de La Sorbonne y Nanterre, lo que suma a los de educación media y los sindicatos de izquierda que soñaban derrocar “el capitalismo”.
Llaman a una huelga general y decretan autogobierno estudiantil, con cacería de brujas contra profesores que no fueran suficientemente críticos, es decir, comunistas. Las huelgas eran “salvajes”, sin objetivos, no solicitaban mejoras laborales sino derrocar el orden burgués. Para mediados de ese meteórico mes, había diez millones de huelguistas, 2/3 de la fuerza de trabajo. Los estudiantes creían que Francia, Italia, EEUU, Alemania, Inglaterra, al decir de Marcuse, eran sociedades esclavizadas, enajenadas por el consumo (el bienestar), y no había nada tan libre como la Revolución Cultural China y los regímenes de Enver Hoxda en Albania y Fidel Castro.
La gran sorpresa
Vivían formas extremas de libertad y gritaban prohibido prohibir, pero sus ídolos eran Mao y el Che Guevara. En la capital de las comunas y las barricadas, habían algunas en las que día y noche un piano tocaba jazz. En mayo el país parecía dispuesto a salir de De Gaulle, pero en junio los franceses le dieron un monumental viraje y triunfó en las urnas. De Gaulle era un personaje épico, de un valor personal casi imposible. Recibió disparos en tres ocasiones y un bayonetazo en pelea cuerpo a cuerpo. En 1916 perdió el conocimiento por una explosión de gas mostaza y lo secuestraron los alemanes. Intentó fugarse cinco veces.
Caminaba sin siquiera bajar la cabeza en medio de balaceras y pánico colectivo en atentados contra él ya siendo presidente. Si bien al principio de la revolución los enfrentamientos entre el gobierno y la fuerza pública dejaron miles de heridos, luego la policía se repliega y entrega las calles a las muchedumbres, que misteriosamente no se dedican al saqueo ni al pillaje, como ocurrió varias veces en las revoluciones parisinas. François Mitterrand declaró que en Francia “el Estado dejó de existir”.
De Gaulle abandona el Palacio del Elíseo, “estaba caído”, pero el hombre de hierro no dio su brazo a torcer y se refugió en la base francesa de territorio alemán, Baden-Baden, dirigida por uno de sus mejores amigos de la guerra. El 30 de mayo, después de crear una ansiedad límite con su desaparición, emerge y afirma, contra las conjeturas, “no renunciaré”, que “probaré a los franceses que los fanáticos del totalitarismo y la destrucción habían hecho un carnaval”, y anuncia elecciones adelantadas para el 23 de junio.
Elección-traición
Llamar a elecciones es acto de extraordinaria habilidad, y como cita Marcuse, convirtió “cada barricada, cada automóvil incendiado… en decenas de miles de votos para el gobierno”. La alianza revolucionaria lo reta y saca un millón de manifestantes, con la consigna elección=traición, pero esta vez los cuerpos de seguridad se despliegan en los Campos Elíseos bajo el decreto de Estado de emergencia. Por fortuna para Francia, la alianza opositora decide suspender la movilización, aceptar el expediente del proceso electoral y todo termina con los bistros de la ciudad abarrotados de manifestantes que castigaban las existencias de vino y cerveza.
Mattei Dogan en su monumental obra Ciencia política y otras ciencias sociales dice que 57% de los franceses desaprobaba un golpe de Estado, y luego en la elección castigaron la locura revolucionaria, que se ahogó en sus odios y vituperios a los que hacían críticas a la insensatez. Cómico que los estudiantes de Nanterre invitaron a los sindicatos a una gran asamblea, los recibieron con vítores, y minutos después los corrieron con una andanada de insultos porque ya no querían expropiar las fábricas.
Jean Paul Sartre quiso convertirse en el padrino de la revolución y gruñía ya que el Partido Comunista era traidor por asumir preceptos burgueses como el pluripartidismo. Raymond Aron, tal vez el más grande pensador francés del siglo XX, se horroriza de las humillaciones contra honorables profesores que temían suicida el movimiento, al que define como “una masa de resentimientos en envoltura lírica” (YouTube: Aron analiza mayo 68). Milan Kundera lo califica como “una explosión de lirismo revolucionario seguida por una explosión de escepticismo revolucionario”.