Por: Jean Maninat
Ah, los adoquines franceses de la gauche caviar, los que extraían los jóvenes burgueses que excavaban las calles de París, ensimismados, como si fueran mineros con el rostro tiznado de carbón salidos de una novela de Stendhal. Todavía hay quien los echa de menos, o conserva alguno como trofeo pretérito en su biblioteca al lado de los libros de Sartre y la Beauvoir. (Sí, así se hablaba en la jerga del 68: la Bardot, la Piaf, la Luxemburgo).
Había entonces una cierta concepción estética de la revuelta, una mis en scène elaborada, una violencia refinada, romántica, que evocaba pintorescamente a la Comuna de París que sería luego plasmada en el musical de Broadway, Los Miserables. Jóvenes apuestos de fieras cabelleras, alumnas vestidas de desparpajo y sin maquillar, idealistas a morir los unos y las otras, dispuestos a echar su suerte con los pobres de este mundo como declamaba José Martí.
Ahora los cabros insumisos chilenos destruyen lo que encuentran a su paso, los medios de locomoción del pueblo trabajador, los centros de consumo masivo a los que sí tenían acceso, los símbolos del fervor católico de sus abuelos, haciendo grotescas parodias con la libertad de expresarse que la democracia les ha dado. Una violencia intolerante, recubierta de un discurso libertario, aplastando con sus Nike y Adidas capitalistas la convivencia social que tanto costó rescatar democráticamente de las manos de la dictadura militar.
Los gilets jaunes (chalecos amarillos) franceses manifiestan violentamente en contra de la opulencia que los rodea. Se dicen insatisfechos, insumisos al orden establecido que los ha provisto de privilegios que son el sueño enfebrecido de miles de migrantes que se lanzan al mar y a la muerte a tentar la suerte de apenas rozarlos. Paradójicamente, el símbolo que los distingue es un chaleco fosforescente que forma parte del equipo de seguridad vial que debe tener todo conductor. Es decir, una prenda que identifica como propietario de un automóvil, no de una maltrecha carreta para vender tubérculos en el África Subsahariana. Pero es cierto, los prósperos también tienen derecho a la protesta por tener más privilegios, así sea a costas de la prosperidad creciente de todos.
El recurso explicativo de la “desigualdad” en sociedades prósperas es un alibi teórico para esconder las fallas en la defensa de la democracia. Ese rubor permanente que sienten tantos líderes y formadores de opinión por los logros de las sociedades abiertas, de mercado y democráticas. Perdónennos por ser prósperos y haber avanzado más que ningún otro sistema en las defensa de las libertades y los derechos individuales. Fue sin querer queriendo, parecen decir permanentemente.
La lucha por ensanchar la libertad no tendrá fin, surgirán siempre nuevas exigencias, nuevos espacios y esa es su inconmensurable fortaleza. Por eso hay que defenderla del regreso a la piedra como argumento que tanto quieren las hordas de izquierda y derecha. Hay que atreverse a resguardarla en voz alta y sin complejos.
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