Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
¿La llamada “pérdida contemporánea del sentido común” es, en realidad, “lo raizal” del presente? La respuesta afirmativa, implícitamente contenida en la pregunta anterior, es lo que enfáticamente sostienen algunos destacados analistas políticos y sociales, solventes y agudos intérpretes de la transmutación de la objetividad en “liquidez”, atentos estudiosos de esta complicada crisis orgánica del aquí y ahora. Orgánica, porque no es tan solo una crisis política o social. Es una crisis del Ethos en su conjunto, una crisis existencial, religiosa, económica, estética, sanitaria, educativa y, por supuesto, ideológica. Una crisis de la humana civilidad entera: la “crisis perfecta” -como la ha llamado Nelson Chitty La Roche-, en la que se ha puesto al descubierto la agria depauperación, la efectiva pobreza crítica, que padece el Espíritu de nuestro tiempo.
Y sin embargo, el énfasis de la sentencia emitida en el juicio interroga por el significado más hondo, y por eso mismo menos convencional, del concepto de “sentido común” empleado, porque de su consistencia dependerá toda posible argumentación que recaiga sobre él. Qué sea, pues, el sentido común y en qué consista la posibilidad de su pérdida o extravío en el presente, impone la determinante y necesaria tarea de, en primera instancia, redefinirlo adecuadamente en sus tratos sustanciales y, en última instancia, reconocerlo en la eventual experiencia de su sorpresivo desvanecimiento. Y es que tal vez resulte ser que el concepto general de sentido común, del cual se anuncia su pérdida, termine siendo no su concepto general, sino, más bien, el punto de vista representativo que el propio sentido común se ha hecho de sí mismo. En una expresión, el juicio sobre la pérdida del sentido común pareciera suponer un autorrepresentarse del propio sentido común, un reflejo de su sí mismo.
René Descartes decía, al inicio de su Discours de la méthode, de 1637, que “el sentido común es la cosa mejor repartida del mundo”. No obstante, en estos tiempos de decadencia y precariedad, brilla la audacia de los mediocres. El señor Reynaldo Pareja -la más reciente versión del “modelo teórico” fundado por el eminente charlatán de Paulo Coelho- ha titulado una de sus últimas publicaciones de “autoayuda” en dirección contraria a lo que afirmara Descartes: “el sentido común es el menos común de los sentidos”. Las revueltas y escaramuzas entre dogmáticos y empiristas pareciera no tener fin en la historia del entendimiento abstracto. Hoy se visten de estoicos y escépticos, en una historia de nunca acabar, con el deliberado propósito de transmutar el pensamiento en mercancía de quincalla. Claro que no da tanto como la coca, el oro, el coltán o la gasolina, para no mencionar los bodegones, la trata de blancas o el secuestro. Pero si los gánsteres que secuestraron a Venezuela supieran de la rentabilidad del negocio, no dudarían ni por un instante en incorporar a la “cartera” de su business enterprise las pecaminosas publicaciones de los “maestros” de la “autoayuda”.
En realidad, lejos de ser el prototipo de la racionalidad y la rectitud, el sentido común es la condición más inmediata, pobre e indeterminada -y, en consecuencia, abstracta- tanto del percibir como del discernir. Considerado en perspectiva, es decir, desde la conciencia que se piensa a sí misma, y por más que se ufane de sus virtudes, el sentido común es, por su propia condición, pedestre. Es la quietud que ha sido puesta y fijada, aunque no lo sepa, por la propia conciencia. El viejo y noble sentido común es el concepto devenido representación, el reducto de lava en estado de cristalización que va dejando, a su paso, el volcán del pensamiento. De hecho es lo pensado, no lo pensante. Por eso se aferra a lo que fue y lo proclama como su principio universal. Los suyos no son juicios sino prejuicios. Y son por cierto los prejuicios y las presuposiciones lo que lo sustentan. Que nadie dude, sin embargo, de su importancia en y para la construcción de la verdad objetiva. Pero que nadie lo confunda y pretenda hacer pasar por el fundamento mismo de la verdad, porque su única e íntima verdad es su propia certeza. Cuando Descartes -léase bien, el gran Descartes, no la sombra del antónimo de su grandeza- se refiere al sentido común como “la cosa mejor repartida del mundo”, no está haciendo referencia al hecho de que los llamados “cinco sentidos” le sean comunes a los humanos, como en alguna de sus insufribles alocuciones afirmara, en una de sus mayores muestras de estulticia, el difunto “comandante eterno”. Descartes se refiere al hecho de que la verdad devenida certeza sea propia de todos, dado que está contenida en el lenguaje, el modo de vida, las costumbres, tradiciones, opiniones, convenciones, etc., de las más diversas formaciones sociales, las cuales suelen percibir la objetividad del entorno de un modo, si no uniforme, más o menos similar. De todo lo cual, por cierto, el yo, que piensa sus representaciones, debe ir tomando distancia, si es que en verdad quiere conocerse a sí mismo y conquistar la certidumbre de su propia certeza.
El presente no se caracteriza por la “anormalidad” de su sentido común, como en días recientes afirmara un respetable estudioso del quehacer político y del derecho. La supuesta anormalidad es, más bien, el modo en el cual se ha ido poniendo de manifiesto la normalidad del actual sentido común. Lo que cabe comprender es que lo que pareciera ser anormal sólo lo es para quienes ya han dejado de ser normales. No se perdió el sentido común: fue cambiando. Un nuevo ciclo del Espíritu del mundo, guiado por Penia, la diosa griega de la pobreza, ha comenzado. El nuevo sentido común goza de muy buena salud, a pesar de las nostalgias por otros tiempos. El desgarramiento lo signa. Sólo queda en pie la paciencia del concepto, a los fines de comprender y superar.