Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Las doctrinas no son filosofías, a pesar de lo que pueda llegar a creer el sentido común. El socialismo y el liberalismo no son, de hecho, filosofías. A lo sumo, se trata de una toolbox con ciertos parámetros doctrinarios, barnizados con un brochazo de universalismo abstracto y lubricados por la mala infinitud. Por eso, ante la menor prueba de realidad, confirman el hecho de que, históricamente, sus presuposiciones no pueden no sufrir severas modificaciones con base en los obstáculos, las condiciones y circunstancias, que les impone el devenir, el transitar del ser y de la conciencia sociales en el tiempo. Spinoza las designa con el nombre de imaginatio, o imaginación. Hegel las llama representaciones (Vorstellung). Marx las denomina ideología (Ideologie). No obstante, se trata de los mismos pre-juicios, de los mismos su-puestos de tapa amarilla con pretensiones filosóficas, hechos a base de los retazos de genericidad que va dejando el sentido común y hasta el buen sentido. Prácticamente todas las obras -por lo menos las de mayor importancia- escritas por Marx tienen por subtítulo el sustantivo de Kritik. Ironía de ironías: el haber transmutado una teoría crítica de la sociedad en doctrina, marca la diferencia real entre Marx y el socialismo marxista. Ese es, en última instancia, el sentido y significado más hondo de su enfático “Ich bin kein Marxist” (“yo no soy marxista”).
No hace mucho tiempo, Fernando Escalante Gonzalbo, profesor de filosofía del Colegio de México, publicó la voz “Liberalismo” para el ya clásico Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora. Se trata, por demás, de un extracto tomado de su ensayo Historia mínima del neoliberalismo, de 2019, que ya va por la quinta edición. La voz en cuestión da cuenta de cómo, y “según el caso”, liberalismo puede llegar a significar muchas cosas: “que alguien es generoso o que es tolerante, de mente abierta”, o puede llegar a tener connotaciones más específicas, “como cuando se habla de profesiones liberales o de una educación liberal”. Y, por supuesto, en un sentido político, “el liberalismo no es propiamente un sistema de ideas, sino algo más impreciso, de imágenes más amplias, una tradición de pensamiento que ha tenido manifestaciones históricas diferentes, y a veces contradictorias”, cuya característica esencial consiste en “la preocupación por ampliar, defender y garantizar las libertades individuales”. En otros términos, quizá se trate de “una fórmula tosca, rudimentaria, pero que precisamente por eso puede ser útil como punto de partida, porque a poco que se piense resulta obvio que esa preocupación por las libertades significa cosas distintas si se trata de las libertades políticas, las libertades civiles, las libertades económicas. Por eso no hay el liberalismo, en singular, sino una gran variedad de modos de ser liberal”.
Hegel tuvo razón al titular uno de sus ensayos del período de Jena De las diversas maneras de tratar científicamente el derecho natural, dado que el derecho natural es la fuente principal de la que se nutre el liberalismo. Y es que, en efecto, durante los últimos dos siglos han habido, cuando menos, cinco maneras diversas de tratar el liberalismo que, como bien afirma Escalante Gonzalbo, no han sido ni precisa ni necesariamente compatibles entre sí. La primera de ellas apunta a la consagración de la libertad personal, es decir, al derecho que posee cada quien de decidir sobre su propia vida. John Stuart Mill lo define del siguiente modo: el individuo no debe dar cuenta de sus actos a la sociedad, siempre que estos no interfieran con los intereses de otros individuos. Esta es la definición más “clásica” del liberalismo: libertad de conciencia, de pensamiento y expresión, derecho a la privacidad y a la intimidad. La segunda manera apunta a las libertades económicas, que se traduce en la exigencia de la no intervención del Estado en las actividades productivas de los individuos, lo cual supone la privatización, el derecho a la libertad de contratación, trabajo, empresa y mercado. La tercera se refiere a la libertad política, al derecho a participar en las decisiones que competen a la cosa pública, es decir, al Estado. Se trata de la libertad de asociación, expresión, participación, manifestación y, por supuesto, de voto.
La cuarta manera de interpretar al liberalismo es un tanto complicada. Se trata del derecho de poder desarrollar las propias capacidades, de conquistar una vida digna y meritoria. No se puede ser libre si no existen las condiciones materiales para poder elegir lo que se desea hacer, si no hay oportunidades objetivas para poder optar por lo que se quiere ser en la vida. Lo que significa que cada individuo merece ser libre de privaciones, de hambre, enfermedades, ignorancia y miserias. De otro modo, la libertad que se predica deviene ilusoria. Pero ello implica una serie de derechos fundamentales que, en muchos casos, resultan incompatibles y antagónicos con las libertades económicas e incluso personales, estrechando los márgenes y confundiendo los límites entre el individuo y la sociedad. La quinta manera de interpretación del liberalismo consagra el derecho a la pluralidad, el rechazo hacia toda imposición, a toda expresión de “pensamiento único” y a todo intento de uniformización de los individuos. Es la aversión al paternalismo, al autoritarismo y a la pérdida de la autonomía personal. Es la exigencia del derecho a elegir la propia vida, los propios valores e ideas, las propias inclinaciones, tradiciones, cultos, sexualidad y un amplio etcétera. Se comprende que una noción de liberalismo que admita la absoluta multiplicidad de los derechos pone en riesgo la propia definición de unidad del derecho y, con ella, la condición que privilegia la igualdad de los derechos universalmente concebidos.
En síntesis, la clasificación misma es problemática y, como señala su autor, solo puede ser “aproximativa”. Sin duda, un tema de importante factura, “para que se pueda ver la profundidad de las divisiones que puede haber dentro de la tradición liberal”. Todo lo cual deja constancia del hecho de que “ninguno es el verdadero liberalismo, porque no existe tal cosa”. Una “mezcla de actitudes, sentimientos, valores, instituciones e ideas que han cristalizado en diferentes doctrinas, en diferentes programas políticos, en los últimos trescientos años”. De él se puede afirmar que, via reflectionis, coincide de plano con su mayor antítesis doctrinaria, el totalitarismo socialista, con base en el hecho de que puede perfectamente existir un liberalismo de extrema izquierda tanto como un socialismo de extrema derecha. Son estos, en efecto, los términos del antagonismo, del no reconocimiento, presentes en un mundo que decidió sustituir las ideas por los stickers, y que desde hace ya mucho tiempo asumió la aventura de andar por los bordes del abismo trazados por el entendimiento abstracto.
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