Publicado en: El Universal
Hablar de narrativa -llámese storytelling, relato, narración coherente y atractiva- es seña inseparable de la actual comunicación política. La recomendación de integrar elementos emocionales al discurso para hacerlo más empático y eficaz en la construcción de identidades, sin embargo, no es nueva. En su Retórica, ya Aristóteles desplegaba el más bello anticipo. “Es menester ser capaz de persuadir a los contrarios”, afirma el de Estagira. La palabra razonada, el logos, está para seducir y atraer, para tratar de convencer, hasta donde sea posible, a los no convencidos. La retórica, nos dice, es la facultad de discernir en cada circunstancia lo admisiblemente creíble. “Y que es útil, es evidente” cuando se trata de “considerar los medios persuasivos para cada caso, como en todas las demás artes”. Arte como “recto ordenamiento de la razón” (Tomás de Aquino) o como téchne: a eso también remite la faena en la polis.
De los argumentos procurados por el razonamiento, prosigue Aristóteles, “hay tres clases: unos que radican en el carácter del que habla. Otros en situar al oyente en cierto estado de ánimo. Otros, en el mismo discurso, por lo que en realidad significa o por lo que parece significar” (Libro II). Ethos, Pathos, Logos. Una trinidad luminosa, cuya hábil doma amarra en buena medida el éxito de quien procura la adhesión de voluntades.
Ver en el oyente masivo una suerte de lira que “el orador debe pulsar hablando”: a esa imagen recurre Cicerón. Para lograrlo, ningún pertrecho retórico luce pequeño. Así, comunicar un proyecto político debe ir más allá de la prolija enunciación. Además de nociones inobjetables y voces acreditadas, tal venta supone otros aliños: un manejo de las pasiones que permita vencer la resistencia cognitiva de base y haga grato el discurso, entrañable o relevante para la audiencia. Y es que “en la política, cuando la razón y la emoción chocan”, advierte Drew Westen, “la emoción invariablemente gana”.
De la condición casi mágica de ese “cuerpo invisible” de la palabra -capaz incluso de llevar a pueblos enteros a despeñaderos; todo mientras bailan y cantan, criaturas deslumbradas tras el flautista de Hamelín- la historia recoge prominentes ejemplos. En Venezuela también hemos contado con personajes de labia profusa y seductora; talento que ha servido tanto para construir puentes, espacios de convivencia, obras sublimes y memorables, como para invitar al abismo. Las batallas de opinión pública en tiempos de posverdad, espectacularización de la política y subestimación de lo factual, pueden hacer del pathos un resbaloso cómplice.
Consciente de ello, pero guiada por la certeza de que es posible afectar comportamientos echando mano a una virtuosa conmoción, la oposición venezolana tiene pendientes nuevas tareas. Aparte de superar la implosión que años de fricción y extravío dejan como legado (contribuyendo, por retruque, con la operación autoritaria para invalidar competidores), está la de promover una evolución de esa narrativa asociada a lo democrático. El relato heroico que floreció en los fangos del resentimiento -lo propio de una revolución que sintonizó con millones de oídos prendidos al verbo de fuego del caudillo- obtuvo una respuesta desordenada, que a partir de 2006 logra encauzarse. Apostar a la vía constitucional, electoral, pacífica y democrática cosechó exuberante fruto en 2015; pero lo espinoso de la praxis caminó a contrapelo de las expectativas sembradas por el discurso. La lección no parece haber sido captada, pues se insistió en ese maximalismo en 2017 o 2019, cuando lo democrático aparece tragado por el relato radical del salvacionismo: ruptura, quiebre, reemplazo abrupto del “Ancien Régime”, salida sin mediación de las instituciones. Ningún contraste que desmereciera los métodos o mitos fundacionales del adversario.
A duras penas nos recobramos hoy de la autonegación y el reciclaje, mientras el gobierno, irónicamente, no vacila en refrescar su discurso, de cara al futuro. A expensas de la debacle que auspició y del feroz ajuste macroeconómico que finalmente se asume, la narrativa del Socialismo del s.XXI adquiere inéditos matices. Si bien no renuncia al victimismo (efugio para librarse de culpas), ha dado buena cuenta de la bandera de la apertura, el “fin del modelo rentista”. Para una autocracia electoral, el de 2024 es deadline decisivo. ¿Qué deben hacer los opositores si una eventual recuperación del cuerpo social incide en la valoración de gestión del gobierno? ¿Acaso reincidir en la torpeza de demonizar la mejora; acaso encallar en la cíclica exhumación del pasado? Sin omitir el crucial pero condicionado alcance de gobernadores y alcaldes, ¿no es el persuasivo discurso “sobre cosas que han de ser” no sólo la mejor, sino su arma por excelencia?
Equipados de ideas y voceros competentes (sin sustancia no hay pathos que valga), se trata de estimular la inventiva que distingue al cerebro político; uno que al apelar a atajos cognitivos para resolver lo ambiguo, se vuelve cerebro emocional (Westen). Encontrar a quienes puedan encarnar esa nueva política requiere prefigurarla, imaginarla, dotarla de palabras, relato y emoción propicia. Si el país efectivamente logra salir de una crisis que lo lleva a habitar los peores sótanos, tal vez el estrujado lenguaje de la indignación no sea lo que calce. Tampoco endilgar un supuesto conformismo a ciudadanos que aspiran a prosperar, a ser parte de la reconstrucción. Al revés de la inhumana, obtusa, irreal apuesta a la privación como desencadenante del “estallido”, el reto siempre será alentar el hambre de libertades. Demócratas llamados a hacer política de altura, no diletantes sin piedad, sabrán qué, cuándo, cómo decir.