Política de la indignación – Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

“La democracia de Venezuela colapsó hace años”, se lee en un trabajo de Moisés Naim y Francisco Toro (enero, 2020). Y aunque la reflexión invitaba a poner el ojo en el deterioro procedimental que demolió a nuestro antiguo sistema político, en el deslave que algunos asocian al fracaso de una ideología (trampa retórica, declaran los autores) o en el descubrimiento de que “tener dos presidentes puede ser peor que no tener ninguno”, también remite a una desazón, no menos grave. Esa impresión de que el ethos democrático –praxis, conducta enlazada con el decir y el creer- sigue siendo botín de una suerte de colapso de “segunda generación”: pues la rabia le vuelve a descargar su metralla en la cara.

La indignación en estos tiempos se vuelve ficha regular de intercambio. Cabalga libre y sin miramientos, se suelta la faja de la corrección política, se presenta como ejercicio legítimo de libertad, inmune a frenos. “Con mi rabia no te metas”. La rabia trueca en rasgo de identidad, embiste como la avispa brava de la fábula de Nazoa. La prudencia -que observa, disminuida- no parece conquistar adeptos. El problema, dicen, no es participar, sino escoger no hacerlo desde ese ardor puro y duro que provoca la injusticia.

Y no es que desmerezcamos el potencial del malestar compartido para impulsar movimientos de transformación social. No omitimos cuánta fogosa porfía apuntala la resiliencia de esa sociedad que enfrenta al despotismo, no. El problema es otro. A cuenta de aquella furia que incitó al hermoso Aquiles a barrer con Troya –y que anticipó su propia desgracia, que arrasó también con él- sabemos que ese sentimiento reactivo puede desatar un nocivo, díscolo caudal. La incontinencia, la hýbris es portadora de desgracias, decían los griegos. Peter Sloterdijk, quien habla de los “bancos de ira” de las revoluciones, advierte que esa emoción despojada de su sentido heroico, vital y afirmador da paso al espíritu de venganza y al resentimiento. Esto es, auto-envenenamiento, autodestrucción, la lógica del descuartizamiento mutuamente asegurado.

La era del auge populista, la de autócratas ultranacionalistas y xenófobos que surfean sobre la ola de la desafección democrática, confirma ese anuncio. Valiéndose de la exasperación, el miedo, el asco colectivo, los autoritarismos de nuevo cuño pulverizan a la democracia no sólo desde sus bases asociativas formales, sino desde lo íntimo. La sospecha de que la democracia no es suficiente ha sido sembrada entre individuos, ha agusanado espíritus y convicciones. Las pequeñas prácticas democráticas, esas que protegen de las estocadas del afuera, se disuelven también dentro de instituciones que deberían ser sus primeros custodios. En Venezuela, la crisis de los partidos, la ausencia de un liderazgo cooperativo y ganado para la reflexión, no reactivo; capaz de incorporar la diferencia y promover la deliberación sin exclusión, son espejos del desarreglo.

Ah, pero la frustración que hace estragos en ese micro-cosmos del individuo parece ser la peor amenaza. Los deslices de la dirigencia, el atasco en el que nos han sumido los errores acumulados y sin enmienda, han sido metabolizados de distintos modos (“unos están enojados porque no los dejan soñar y otros… porque ya los despertaron”, como escribía el mexicano José Elías Romero Apis). Las sombras de una Torre de Babel se alzan sobre nosotros. Hablamos, hablamos, pero los sesgos impiden que nos entendamos.

Lidiando con el deseo insatisfecho surge en muchos esa irritación desordenada, pantagruélica, antipolítica, que ante la imposibilidad de gestionarse se vuelca en la búsqueda de chivos expiatorios. Si la opinión del otro no gusta, se aniquila. Así de simple. Los salvavidas del librepensamiento, la praxis que hace viable el ideal democrático aun en un contexto opresivo, acaban una vez más tragados por la desesperación. Se opta por la naturalización del insulto, burdo reemplazo de la beligerancia que signa al debate político.

Cuesta imaginar una sociedad distinta sobre la base de tanto menoscabo, de tanta crispación… ¿cómo promover una transición democrática sin demócratas activos? Aun sabiendo de sectores de la sociedad civil que se resisten a ser canibalizados por las tendencias y los climas de opinión, ¿cómo habilitar clivajes útiles si no hay contraste claro con el autoritarismo que encaja el sistema?

Ese colapso de fondo muerde los tobillos, nos hace sus cómplices o sus víctimas, en especial en foros de intercambio disfuncional como son las redes sociales (fuente de información dominante en Venezuela, anuncia Datincorp, usada por 46,95% de venezolanos). A merced de la ira, “la política aparece como algo equivalente a un crónico y masivo accidente de coches, en cadena, en una autopista envuelta en niebla”, como también decía Sloterdijk. Una imposibilidad anunciada de antemano.

De los bandazos de esa política de la indignación -precursora de políticas identitarias que han propiciado la desintegración- no escapamos, en fin. En su momento, la revolución bolivariana movilizó a sus devotos en torno a la percepción de que la dignidad del pueblo había sido ultrajada por las élites. El viejo resentimiento, engendrador de demandas de reconocimiento basadas en la sensación de humillación, resultó un poderoso aglutinante. Años más tarde, una rabia remozada no encuentra quien la organice y encauce, mucho menos quien lo haga con propósitos constructivos. Así que anda de su cuenta, caotizando los pocos espacios de los que disponemos y robando oportunidades no sólo para juntar fuerzas, sino para percibir las crisis que se están multiplicando en el bloque rival, por ejemplo.

La rabia endémica ofusca y consume. Nos despoja de principio de realidad, nos lleva a ver sin comprender. La rabia sin conducción (o inescrupulosamente explotada) le otorga la batuta a la sinrazón, pone rostro aceptable al suicidio. Lo sensato sería que esa indignación –una consecuencia de lo fallido- sea transformada en el marco de la acción políticamente fecunda. Que dé así al maldiciente demócrata motivos para rehabilitarse, y a todos una razón para no ahogarnos -como la avispa de la fábula- en el vaso de las dificultades auto-procuradas.

 

 

 

 

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