Publicado en: El Universal
En aras de la deseada, no menos huidiza mudanza política, las banderas de la democratización en Venezuela quizás deberían ser sometidas a ciertas abluciones. Más allá de la impostura retórica, el griterío, la metralla moralista y los lugares comunes, las posturas mineralizadas de algunos personajes llevan a pensar que no todos estamos en la misma página respecto a lo que entendemos por democracia. La identificación con lo sustantivo de sus métodos, con la práctica que remite a ese “gobierno de muchos a la vez”; con los procedimientos que hacen del pluralismo un principio básico para la toma de decisiones, a menudo pasa como trámite inservible en un contexto no-democrático. Craso error. Como si la democracia se redujese a una aspiración difusa que obliga a reducir los estándares; como si, más allá de una teoría normativa, no remitiese sobre todo a una forma de ser y hacer. Así, nos topamos con reediciones de la misma actitud sectaria y excluyente que antes y ahora se ha esmerado en desmantelar los espacios de convivencia política en Venezuela.
“Prefiero quedarnos con quienes estamos convencidos, y no estar unidos con los que no tengan convicción… prefiero que seamos los que somos…” Así ha hablado uno de los dirigentes de una oposición rota, sin ascendiente real, entregada al solipsismo, ignorando que una de las primeras tareas del político realista es promover adhesiones y alianzas, volver atractiva su causa, construir mayoría. “E pluribus unum”: esto es, hacer de muchos, uno. Esto, en virtud de una pluralidad que dicha unión no puede disolver; que, por el contrario, necesita.
Sin diversidad ni ánimo de coexistencia con el otro, el plan de democratizar a la sociedad para que eventualmente se democratice el gobierno es una misión incompleta. La noción de comunidad política camina más allá de lo legal o lo institucional, nos recuerda Arendt. Comienza por emplear la persuasión y el diálogo, no la violencia desgarradora para dominar la racionalidad intersubjetiva de los ciudadanos, en tanto miembros de una “comunidad de comunicación”. Algo que podríamos asociar a lo que en 1888 James Bryce percibía como una “igualdad de estima”, propia de un ethos democrático que asciende de abajo hacia arriba, que penetra cada grupo social y allí se instaura como forma de relacionarse.
Siguiendo a Arendt, nada luce tan necesario en Venezuela como reinventar ese espacio público para que supere la zanja de la prepolítica y el pedestre utilitarismo del “homo faber”: incapaz de distinguir lo trascendente, tan dado a subestimar el largo plazo y la cooperación. “La acción, a diferencia de la fabricación, nunca es posible en aislamiento; estar aislado es lo mismo que carecer de la capacidad de actuar”. ¿No es por tanto un contrasentido hablar de sumar voluntades para alcanzar la libertad, y al mismo tiempo negar la posibilidad de que esa unión sea variopinta, numerosa, impura, desigual?
Quienes piensan en términos de compartimentos estancos, de conducción de mesnadas -leales, uniformes, incapaces de alterar la fila o cuestionar una instrucción- podrían llegar a creer que mantener la pureza de la convicción no solo es posible, sino indispensable. No hay potencial de solución política en ello, sin embargo, más cuando se aspira a la sutura y rehabilitación de una nación asediada por los males de la disgregación. “Particularismo”, sentenciaba Ortega y Gasset en su España Invertebrada: cada grupo dejando “de sentirse a sí mismo como parte”, y dejando en consecuencia “de compartir los sentimientos de los demás”. El reto, entonces, es avanzar en ese “proyecto sugestivo de vida en común”, imaginar un poderoso todo que procura el bien colectivo, que vence la anomia, pero sin sacrificar el formidable vigor que la diferencia, la duda o el constructivo disenso le aportan. Pretender suprimir el conflicto o la “presunción de la autonomía personal” (Robert Dahl) para armar ese todo, -como a lo largo de la historia de la humanidad han ensayado algunos fallidos “salvadores”- más que inconveniente, resulta inaceptable.
Pero la precoz puja en torno a la elección de un candidato unitario, los públicos acercamientos entre el gobierno y factores de la sociedad civil, los cambios de paradigmas que parecen afectar a miembros de la coalición en el poder, alborotan las aguas de la intransigencia local. Habría que recordar que frente a la lógica terminante, simplificadora de la guerra, o los despropósitos de quienes asumen que todo diálogo debe amarrarse a la receta schmittiana del amigo-enemigo, es preciso oponer la virtud del pluralismo.
Multiplicidad de voces, distribución amplia de recursos para la participación, una cultura de la inclusión que prefigura la deliberación y el consenso: he allí un motor de la transformación democrática, nunca un impedimento para su desarrollo y eventual consolidación. En ese sentido, aspirar a una unidad democrática -y con ella, una pluralidad distinta a la desintegración- tendría que apelar a “procesos efectivos y no meramente nominales”, como también apunta Dahl al examinar la Poliarquía. En esta tensa búsqueda del qué y cómo hacer, líderes (y no-líderes) que antes de prestarse a integrar visiones condenan cualquier contraste, empiezan muy mal.