Publicado en: El Universal
En su más reciente comunicado, la Conferencia Episcopal Venezolana volvía a poner el dedo en la llaga de las omisiones y fracasos del liderazgo venezolano. “Tanto el oficialismo como la oposición no presentan un proyecto de país que logre reunir y convencer la voluntad mayoritaria del pueblo venezolano de vivir en justicia, libertad y paz. Venezuela reclama a gritos un cambio de actitud en toda la dirigencia política. Como bien lo ha señalado recientemente el Papa Francisco, “hace falta la mejor política puesta al servicio del verdadero bien común”.
Los obispos reiteran una preocupación: para dar respuesta a esos trastornos “no basta la simple abstención”. Algo que tampoco podrá resolver una consulta paralela sin propósito claro ni garantías de aplicabilidad, por cierto. “¿Para qué es esa consulta? ¿Para saber algo que ya sabemos?”, se pregunta con no poco escepticismo el vicepresidente de la CEV, Monseñor Mario Moronta. Más allá de las intenciones de ciertas “almas bellas”, ¿qué pasará después, qué consecuencias se derivarán de esa gestión? Si no se traduce en algo concreto y viable, lo más probable es que la iniciativa se sume al historial de esas acciones “legítimas” que, aunque impulsadas por el afán de modificar la circunstancia, no terminaron de trascender lo simbólico.
Simbolismo vs realización: el auto-entrampamiento persiste. A propósito de eso, tras la celebración del plebiscito constitucional en Chile, Fernando Mires escribía: “…la política es simbólica y (los chilenos) necesitamos una marca que separe al horrible ayer del desconocido futuro”. En efecto: en tanto lenguaje, en tanto representación, en tanto deseo que pugna por materializarse e imaginación puesta al servicio de tal apetito, es indudable que la política se nutre de lo simbólico. Hay en el símbolo, por tanto, un rasgo de realidad latente. Pero sin esa base de ejecución que remite a la conquista del poder (una lucha que los demócratas chilenos coronaron con éxito en 1988, y gracias a la cual fue posible construir nuevas aspiraciones) el estancamiento es una promesa.
En términos de retos nítidamente superados, nuestro presente no se diferencia de ayer, ni tampoco asoma un mañana distinto. Para la mayoría castigada por la indolencia de los autócratas, en fin, el tiempo parece detenido. Precisamente, a merced de esa historia que no avanza, y cuando en vez de logros sólo contabilizamos crónicos desengaños, seguir manoseando la esperanza podría incluso percibirse como una amarga cuchufleta.
El intrincado futuro que algunos analistas avistan para Venezuela en mucho atendería a los frutos de esa política siempre a medio completar, henchida a más no poder de fosilizados principios pero raquítica en resultados. Un alma sin cuerpo, un no-ser permanente. No extraña, pues, que en la medida en que las abstracciones y los grandes gestos intentan paliar la falta de concreciones, la autocrítica o la rendición de cuentas sean percibidos como diligencia innecesaria, casi un estorbo, una odiosa intromisión del pesimismo. Como si la patente de corso para fracasar, una y otra vez, fuese dispensa sin fecha de caducidad. (Desempeño que remite al héroe trágico, según precisa Isaiah Berlin: un actor que no rinde cuentas a nadie, que subestima los límites de lo real, que sólo debe lealtad a sí mismo y a sus ideales.)
He allí un gran drama. Derrota e inactividad, lejos de alimentar la autoafirmación, la voluntad de ser, el conatus de la multitud, los van aniquilando. Justamente, la falta de “un proyecto de país” con miras a la reinstitucionalización y en el que toda la sociedad se vea intensamente reflejada, así como la ausencia de agencia política (vacío que algunos creen poder llenar a punta de obras sin solución de continuidad) surgen como síntomas de ese extravío. Sin capacidad de los actores para hacer que las cosas pasen -lo cual muchas veces significa desafiar la falta de condiciones de la estructura- la transformación del presente es un perenne deambular sin mapas.
Habrá que preguntarse, entonces: más allá del activismo virtual, la explosión de formas sin fondo, el pseudo-evento, ¿hay o no interés en rearmar la fuerza interna, en hacerse cargo de la perentoriedad de la vida ordinaria, en reconectarse con una población cada vez más desasistida y sin expectativas de mejora? Como resultado de visiones cada vez menos compatibles, hacia lo interno de la oposición se prevén reacomodos que podrían brindar algunas respuestas. Mientras en casa mandan la anomia, el aislamiento, la vacilación, el “laissez faire, laissez passer”, por otro lado un sector asociado al interinato rearma su futuro plan de acción en el exterior. Todo lo cual lleva a pensar que impulsar la solución doméstica no está ahora mismo en el foco de la dirigencia.
¿Y entonces? ¿Pasará el cambio de actitud que reclaman los obispos por un cambio de locus? Difícilmente. Mientras se cocinan mudanzas -literales y simbólicas- en el panorama político, eso sí, los venezolanos seguirán anudados a su ruinosa polis, tan corpóreos como sus menguas y angustias. Frente a eso, ojalá un liderazgo interpelado por sus desbarros logre entender que sin conexiones reales con la gente está condenado a desvanecerse. “Llevo a Venezuela en la sangre y en los huesos, me duelen sus dolores colectivos”, decía Betancourt. Muy claro estuvo siempre para él, por cierto, que un vigoroso y eficaz ascendiente dependía de mantener los pies sobre la tierra.
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