Publicado en: El Universal
Una y otra vez desbaratados, agarrotados por el espanto, traspasados por el barrunto de que nada de lo que haya entre el deseo y la certeza de retener el poder será visto como traba insalvable por un gobierno que infringe daño sin reparos, los venezolanos tomamos asiento frente al horror. La hýbris se ha desatado, tal como las calamidades liberadas por la imprudente Pandora; y esa visita desordenada ha abierto heridas que incesantemente se inauguran, que a menudo se antojan incurables.
Terminar seducidos por la irracionalidad ha sido quizás uno de las peores resultas del aquelarre. A veces no parece haber otra opción que la de entregarse ora al brinco más primitivo, a la desolación, a la tristeza más simple, una que nos apiña sin lazos permanentes ni útiles; ora a la destrucción ciega de quien osa contradecirnos, ese aliado cuya “sospechosa” moderación de pronto da excusas para el asco. Es el naufragio que a los poderosos interesa prolongar, su económico método de perpetuidad: siempre apelar al suicidio masivo en terrenos del adversario.
“¿Qué hacen los pueblos con el horror? ¿Qué podemos hacer nosotros con el nuestro para conjurarlo, para que no nos destruya?”. En esos términos se escribía la angustia del periodista Diego Arroyo Gil, justo cuando un espeso manto de susto y ahogo nos arropaba a raíz de los excesos de un gobierno que –exhumando la saña totalitaria descrita por Solzhenitsyn en su “Archipiélago Gulag”– apela a la “razón de Estado” para perseguir, reprimir, degradar al oponente, segregar al indeseable, sentenciarlo ex ante. A merced de los estragos de una maldad que invierte los códigos de la normalidad y consagra la potencia del enrarecimiento, cabe preguntarse: ¿hasta qué punto la sola indignación o la frágil piedad contribuirán a reconstituirnos? ¿Nos llevará tal trote entre despojos a proclamar, eventualmente –tal como Bernard Rieux tras contemplar las manchas rojas en vientre y muslos, la hinchazón de los ganglios en sus pacientes; tras vagar por Orán enfrentando el absurdo de la peste– que “uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil”?
Movidos por el contagio del afecto momentáneo y puesto que los hombres raramente viven bajo el dictado de la razón, según advertía Spinoza, la conmiseración –como emoción ambigua que dimana de la tristeza y que surge al percibir el daño en otro– aún vinculada a la impotencia y el miedo podría alimentar el lazo súbito, la voluntad de hacer bien que frenaría el impulso destructivo. Pero no olvida el filósofo que mirada bajo el lente de la servidumbre de las afecciones, podría reducir esa potencia de obrar que hay en el conocimiento. No duda en afirmar, aún así, que “el que no es movido ni por la razón ni por la conmiseración a ayudar a los otros, merece el nombre de inhumano que se le aplica. Pues no parece semejante a un hombre”.
Como noción opuesta a la indiferencia hay profunda, indudable humanidad en la compasión, pero ella no debería estacionarse en un mero contagio de tristeza que extienda el sufrimiento por el mundo y restrinja la facultad de obrar: el reto es superarla y convertirla en conatus, en impulso constructivo y reflexión consecuente, en imaginación, en afecto activo y vigoroso que trascienda en fortaleza. Hablamos de esa sensibilidad común, ese desgarramiento rousseauniano que Arendt identifica en las almas de los hombres del s.XVIII, cuando “la miseria e infelicidad en las que se encontraban las masas del género humano” copando las calles de París dio motivos para transformar en acción concertada la conmoción de quienes eran testigos de la punzante estrechez.
¿Qué hacer con el horror, entonces, para que no nos destruya? Todo sugiere que hay que empezar por recuperar la serenidad frente a él, por diseccionarlo, por evitar que su voracidad diferenciada nos descoloque y malogre. No todos podremos hacerlo, seguramente; no todo el tiempo, al menos. Eso, a contrapelo de los inquisidores que pretenden tutelar incluso la disposición y el tono de la solidaridad, (en gesto tan inmisericorde como el martillazo que en 1972 Laszlo Todt asestó a la “Pietà”) también habrá que aprender a gestionarlo.
Quizás ayude el distinguir cuáles son los puntos que nos conectan en ese vasto atlas del suplicio colectivo, y abordarlos con valiente pragmatismo; o rescatar los alcances de la política de las “pequeñas cosas” para contrarrestar esa rumbosa avidez de “sangre y fuego”ensalzada por Nietzsche que, al restar virtud a los medios, también acaba emponzoñando los fines. Es un inacabable ejercicio de reconstrucción de vínculos que incumbe al individuo, a la sociedad, a un liderazgo que también trastabilla con sus propios horrores, lo sabemos; una piedad a golpes. Pero de batallas contra la muerte como las que libró la Orán de Camus queda una lección: la condición humana puesta a prueba en estos trances sólo sale a flote armada de organización, de sentido de la realidad, de esa solidaridad útil que cobra nervio y contundencia allende la palabra.