Publicado en: El Universal
¿Qué debemos hacer? Una pregunta que, en relación a las elecciones parlamentarias, aguijonea los venezolanos. Al respecto no hay aún respuestas cerradas, a pesar de las posturas aparentemente inamovibles del sector de los 27 que ya anunció su retiro de la contienda. ¿Participamos o no? ¿Vale la pena votar con esas condiciones? ¿Qué esperar a partir del 5E de 2021? ¿La abstención resolverá el problema de una sociedad no sólo martirizada, exhausta, sino crónicamente desmovilizada? Todas dudas legítimas. Transcurren días confusos, sí, días aliñados por penosas ferias de auto-despedazamiento. Pero el comunicado de la Conferencia Episcopal Venezolana ha arrojado algo de agua bendita a la arena de la crispación.
No a pocos sorprende este dramático “turning point” en los acontecimientos. A expensas de un debate que cunde en juicios de carácter moral, más que pragmático; sometido por esa relectura mañosa que patrocinan los sesgos cognitivos, regado por pasiones que nublan el entendimiento e impiden registrar la coincidencia, surge este sereno llamado a revisar la evidencia. Uno que, imbuido de auctoritas, pide ser atendido. Aun sin espaldarazos expresos a favor de una acción u otra, el mensaje ayuda a desentrañar un dato fundamental: lo hecho hasta ahora no ha funcionado. Si bien hay consciencia clara de las irregularidades que empantanan las elecciones en nuestro país, la sola abstención no ofrece solución, se señala, pues “priva a los ciudadanos venezolanos del instrumento válido para defender sus derechos en la Asamblea Nacional… lleva a la inmovilización, el abandono de la acción política y a renunciar a mostrar las propias fuerzas”.
El certero, empático diagnóstico de la Iglesia –y que seguramente atiende no al vago conocimiento “de oídas” sino a la constancia diaria, sustancial de la agonía de venezolanos de carne y hueso- nos conduce al vidrioso tema de la participación política. Un aspecto clave, en especial si consideramos que lo previsible en nuestro contexto es que la manifestación cívica que desafía a la imposición autoritaria esté amenazada.
Así, surge un matiz: en las esferas plurales de la democracia, como las nombra Michael Walzer, lo natural es encauzar institucionalmente el fenómeno instrumental de la participación a través del voto, o mediante prácticas no convencionales como la protesta pacífica, las huelgas, los boicots. Todas actividades enlazadas con derechos de expresión de demandas colectivas, y tendientes a cohesionar a las personas en torno al propósito de moderar o influir en la dinámica política y los resultados de la misma. La participación fluye y prospera, en efecto, allí donde hay juegos limpios, donde hay instituciones imparciales, gobernantes sensibles a la contraloría social, partidos que se alternan en el poder. Pero… ¿cuáles son sus limitaciones en sistemas no democráticos como el nuestro?
La represión, en todas sus variantes –no sólo el brutal atropello físico, sino la violencia institucional que se ejerce en el marco de una elección viciada, por ejemplo- ha sido una de ellas. (En línea con Robert Dahl, vale acotar acá que los procesos de transición dependerían del cotejo que hace el gobierno entre los costos de mantenerse en el poder por vía de la fuerza, y los de tolerar la eventual mudanza política. Cuando, desde la perspectiva de los autócratas, esos costos de tolerancia al cambio superan los de la opresión, las posibilidades de un cambio se disipan). En Venezuela, ese cóctel de represión y uso político del miedo parece haberle resultado al gobierno mucho más efectivo, ventajoso y “barato” que disputar su fuerza y legitimidad con los opositores en otros terrenos.
En ese sentido, se impone una reflexión: ¿las movidas recientes de la oposición han logrado elevarle efectivamente al gobierno los costos de permanencia en el poder o, por el contrario, el abandono de espacios, la huera inacción, la aplicación de estrategias desacertadas más bien le han garantizado “oxígeno” y sobrevida a ese adversario? El debilitamiento opositor vs el atornillamiento del madurismo –flotando a pesar del no reconocimiento y las sanciones- brinda desalentadora respuesta. En el marco de una disgregación social que no sólo responde a esa vis opresiva, sino al deterioro de las condiciones de vida, al hambre, a la pandemia, entonces: ¿a qué métodos podemos recurrir los demócratas –más numerosos, pero literalmente desarmados- para plantarnos en el terreno de la confrontación política con algunas ventajas comparativas?
He allí un planteamiento que conecta con el balance de la abstención que hace la CEV. La “participación masiva” –en el envés de la apatía, la pérdida de expectativas, esa postración que despoja al ciudadano de la certeza de su potencial para impulsar transformaciones- surge acá como medio para lidiar con lo inmediato. Y aunque no falta quien pide no circunscribirla a lo electoral (reclamo que tiene mucho sentido en democracias funcionales, de paso) lo cierto es que nuestra precaria realidad ahora mismo no brinda demasiadas opciones. Por contraste, cabría recordar a Rousseau cuando, en sablazo amargo contra la democracia inglesa, afirmaba en 1762 que el pueblo inglés se engañaba; pues solamente era libre en el momento de la elección. En la Venezuela no-democrática del siglo XXI, penosamente, el ejercicio de esa exigua libertad y sus saludables incertidumbres parecen reducirse cada vez más a la atropellada, última, secreta, todavía intocable emisión del voto. He allí un instrumento, no obstante, que dada la mengua sería absurdo no aprovechar.
Sin ánimos de desmerecer la posibilidad de fomentar otras iniciativas, para responder al qué debemos hacer conviene precisar la anchura de la cobija con la que ahora nos arropamos. Eso, y tomar en cuenta que consolidar un movimiento opositor capaz de imponerse con éxito en múltiples espacios, pasa por trascender la simple rabia, el “disgusto moral”, el inane disparo opinático. Generar una presión relevante remite a una conducción con propuestas, al tanto de lo disponible, presta a agregar voluntades para la acción concertada y políticamente útil, no para la parálisis. En especial cuando de esa acción también depende la supervivencia institucional de quienes no aspiran a refugiarse bajo el volátil, estéril tinglado de la continuidad administrativa.
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