Publicado en: El Universal
“Demostrado está, decía Pangloss, que no pueden ser las cosas de otro modo, porque habiéndose hecho todo con un fin, éste no puede menos de ser el mejor de los fines”. Así el genio picoso de Voltaire presenta en “Cándido, o el optimismo” al “oráculo de la casa” del barón Thunder-ten-Tronckh, el doctor Pangloss (esto en suerte de invectiva contra la “Théodicée” de Leibniz; una caricatura que no pocos, hay que decirlo también, consideraron algo excesiva e injusta).
Un optimismo a prueba de balas, o más bien fe ciega en que el tiempo, la suerte o alguna suerte de “mano invisible” se encargará de colocar cada cosa en su sitio, distinguen a nuestro personaje. Recientemente, por cierto, el profesor Ricardo Combellas recurría a la sátira de marras para ilustrar la expectativa en relación a los alcances de la consulta popular. Pero cabría ir más allá y admitir que tal paralelismo podría aplicarse a otros ámbitos de la acción opositora. Este optimismo inane, desesperado, esa esperanza sin pies en tierra que acaba desembocando en auto-indulgencia, parece ofrecer en muchos casos una disculpa para el extravío.
En efecto, se podría decir que la crítica amarga de Voltaire al determinismo optimista (resumida en la afirmación leibniziana de que vivimos en “el mejor de los mundos posibles”) remite de muchos modos a una resbalosa apuesta a la esperanza. Sin esperanza, claro está, es difícil comprometerse con el futuro. O hallar modos de limpiarse el fango en el que nos hunden las circunstancias, y seguir. O distinguir incentivos que lleven a creer en el liderazgo, más cuando todo anuncia que sus esfuerzos para cambiar lo que perturba serán obstaculizados. Sobre la base de la incertidumbre tiende a levantarse el templo de las grandes expectativas. Mientras haya miedo que paraliza, la esperanza puede jugar un papel virtuoso para atenuarlo y movilizar a las personas… pero, ¿qué sucede si al final esa esperanza no se empareja con la realidad? ¿Logrará lo que se propone –entusiasmar, sumar voluntades, activar, captar adhesiones a largo plazo- o más bien tendrá el efecto contrario?
Y no se trata de apelar a la otra cara del providencialismo, al pesimismo determinista para “arremeter” contra las buenas intenciones de los promotores de algunas iniciativas. Nada más lejos de eso. Lo que se procura, en medio del peor menoscabo imaginable, es descifrar cuánto de lo que se emprende conduce a algún destino y no es simple “hacer por hacer”. Cuánto, lejos de ayudar, sólo comporta energía, tiempo, sudor, recursos malbaratados en proyectos que se diluirán en la intrascendencia. Dada la hondura de nuestro pozo no parece muy ético apelar al rescate demagógico. Hacerlo sería actuar a espaldas de un contexto que exhibe su desabrido mohín desde hace rato.
A propósito de eso, la más reciente encuesta de Datanálisis vuelve a dar cuenta del desmoronamiento del liderazgo, la crisis de representación, la desconexión entre partidos y sociedad. En términos de auto-identificación política, un 62,2% se ubica hoy en el sector de no-alineados, dejando un estrecho resto que se distribuye entre opositores (23,2%) y oficialistas (11,8%). Esta radiografía del estado de la desafección cívica nos alerta sobre muchas cosas: la reconfiguración de la mayoría, los albures de la desestructuración social, entre otras. Pero quizás lo más importante es que remontar tales fondos en momentos tan copadas por la frustración y la rabia, lo último que necesita es más frustración.
Por lo tanto, lo que se plantea como alternativa a la participación en una elección viciada -esta última con resultados que seguro atienden a la desmovilización provocada por esa molienda de la confianza- más que un premio de consolación, más que una carrera por imponer vaporosos principios, demandaba una discusión de estrategias. Frente al dilema participar-no participar era previsible que el sector casado con la tesis de la usurpación se aferrase a lo segundo, el plan (¿?) que bendijo al interinato, claro. Cabe preguntarse, sin embargo, si en virtud de la evolución de los acontecimientos no se imponía revisar ese credo inflexible, ese voluntarismo sin fundamento. Una revisión que llevara, si no a copiar el pragmatismo de la resistencia venezolana cuando en 1952 se articuló electoralmente a favor de URD y contra el FEI del Pérez Jiménez, por lo menos a no desguazar al potencial aliado, a no seguir estrujando la esperanza con ficciones que sólo auguran más pérdidas.
En ese sentido, el “optimismo movilizador” que ahora se busca posicionar no podía ser más contradictorio. Como si “hacer algo, cualquier cosa” llenase el vacío, (en lugar de hacer algo que tuviese algún sentido aprovechable) la campaña para “dejar solo a Maduro” y poner en entredicho a opositores que participan en la parlamentaria, opaca la labor de convencimiento que promovería los presuntos méritos de la consulta. Vaya novedad: la parálisis como último refugio. Un reconocimiento de impotencia que tampoco sorprende. Una evasiva que aunque hermoseada, no deja de serlo.
Lamentablemente, es tarde para zurcir algunos rotos. Así que más que con desesperación, pensemos con pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad que el fin de un ciclo abre oportunidades para innovaciones y reacomodos de fondo. Ya veremos. Habrá que recordar a Cándido, quien tras vivir una y mil desventuras que lo han expuesto a los horrores y excesos del mundo, concluye que “es necesario cultivar nuestros jardines”. No es mala idea eso de enfocarse en hacer productiva nuestra esfera de responsabilidad directa, como diría Schumpeter. Quizás eso contribuya a mantener a raya la vasta tentación de la equivocación.
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