Publicado en: El Universal
Partiendo de la premisa de que en el individuo la noción de Igualdad (esa consciencia de sí mismo que lleva al convencimiento de que nadie es superior a otro) y de Libertad (vista como autodeterminación, como “retorsión contra la heteronomía”) responden a instintos primarios que la necesidad de cooperación social obliga a domeñar, Hans Kelsen dejó un vital legado de reflexión en torno a la democracia. Según afirmaba, el desarrollo político depende en gran medida de la agregación de voluntades que habilitan los partidos. “El individuo aislado carece por completo de existencia política positiva”; así que la democracia “sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones que agrupan voluntades políticas coincidentes”.
Al ver en los partidos un elemento constitutivo de la democracia real, responsables de juntar a los ideológicamente afines para garantizarles “influencia eficaz en la marcha de la vida pública”, el jurista concluía que los ataques por parte de antiguos regímenes monárquicos, por ejemplo, no eran sino “una enemistad mal disimulada contra la democracia”. Ah, de esa ojeriza los venezolanos podemos dar fe. La nuestra es historia en la que no faltan autócratas resueltos a sofocar todo intento de organización que despliegue, aproveche y dé sentido a esa multiplicidad de intereses que distingue a las sociedades.
Y es que sólo en virtud del sustancial aprovechamiento de la diversidad, la democracia cobra carne y nervio. “La democracia es discusión” y no esa marrullera búsqueda de uniformidad que proscribe el desacuerdo. La democracia es crítica; la autocracia es dogmática. No en balde agrega Kelsen que la hostilidad anti-partidos sirve a fuerzas que tienden a la exclusiva hegemonía de un grupo; grupo que en la medida en que se niega a admitir la pertinencia de intereses ajenos, busca disfrazarse bajo la saya del interés colectivo “orgánico”, “verdadero”, “comprensivo”.
Lo dicho: no hay democracia sin partidos políticos, y eso lo captan sobre todo los mandones y aspirantes a tiranos. Pues no hablamos únicamente de la función que los partidos desarrollan libre y expresamente en un sistema donde no se les persigue o inhabilita. Aun atajadas por la arbitrariedad propia de todo régimen autoritario –como estos neo-populismos urgidos de legitimación electoral, y en los que la alternancia sufre por la distorsión de un marco legal que frustra la competencia en términos de igualdad con el partido hegemónico- de esas instituciones animadas por el legítimo deseo de alcanzar el poder, atentas a la ventaja que toca exprimir a cada oportunidad de apelar al consenso verificado de los ciudadanos, depende que el ethos democrático sobreviva, dando base cierta al cambio al cual se aspira.
Enfrentado a las fatigas de un entorno no-democrático, un actor político que se defina como demócrata no puede darse el lujo de despedazarse a sí mismo. La democracia sólo existe atada a sus valores, a un “deber ser”, a un estado de construcción permanente. Quizás por eso un pensador tan alineado con una concepción realista de la política como Giovanni Sartori, alega que la democracia, como mecanismo que desafía la inercia que rige en los grupos humanos, es “antes que nada y sobre todo, un ideal”. Eso, lejos de hacerla perfecta, del todo inasible, por ende, ayudaría a entenderla con espíritu práctico, a abrazarla con todos sus defectos y potencialidades.
Pero hay que convenir que ese “deber ser” vive acá constreñido por factores que ya no sólo atienden a las trabas logísticas que impone la revolución. El rancio, tenaz desprecio por la política, cabalgando a lomos de un despecho que lejos de exorcizarse es cebado por una interesada doxa, sigue haciendo de partidos y dirigentes un blanco invariable de sus saetas. Aun admitiendo desempeños erráticos en muchos casos o el hecho de que hacia lo interno de tales instituciones se arrastran taras como la resistencia a la renovación y democratización de estructuras, a superar la camisa de fuerza del centralismo democrático (en contraste, las más jóvenes no terminan de trascender la resbalosa identidad del club político) cabe pensar que el abrasivo asalto también opera como guiño a esa “enemistad mal disimulada contra la democracia”, contra sus modos, valores y símbolos.
Posiblemente no haya mejor revulsivo para la arremetida autoritaria que aferrarse a aquello que se desea preservar. Al recordar que la democracia hunde sus raíces en el gobierno “in foro interno” del individuo, algunos partidos ya emprenden procesos de re-conocimiento e interpelación, de encuentro con sus bases, con la gente que suda y reclama, incluso militantes de otras organizaciones. Comprometerse con principios como la solución pacífica del conflicto, la defensa de las instituciones, del voto; con la alternancia, el diálogo, la construcción de consensos, la incorporación de la diversidad es, en fin, parte de una mejora que no admite más sabotajes.
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