El odio como reflejo- José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

la libertad

¿Qué ardid, qué astucia tuvo que llegar a suceder para que un grupo de jóvenes declarados en rebeldía, para que un puñado de auténticos ángeles vengadores, ebrios de patriotismo, tocados e inspirados por los dioses del romanticismo –o, por lo menos, por sus ficticias versiones hollywoodenses–, terminaran acaparando comida y medicamentos en inmensos galpones, o involucrados en densos y pesados “guisos” de todos los colores y sabores, o vinculados con el narcotráfico, el lavado de divisas y el terrorismo internacionales? ¿Cómo se pasa de la lucha contra la corrupción, la demagogia, la burocracia y la pobreza –además, en nombre de la justicia social, la equidad, el “buen vivir viviendo”, la liberación nacional, la independencia económica, la democracia participativa, la paz, etc.–, en fin, cómo se llega a formar “arte y parte” del régimen más corrupto del que se tenga noticia; de la demagogia más descarada, obscena y cínica; de la más monstruosa de las burocracias que se haya padecido? En suma, ¿cómo fue que, en medio del fragor del homérico combate contra el demonio, contra el poderoso Mister Danger y sus inmorales seguidores, los ángeles de la civilización se volvieron demonios de la barbarie? Decía Hegel, repitiendo a Maquiavelo, que el camino que conduce hacia el infierno está lleno de buenas intenciones y de espléndidos deseos.

En algún lugar de su obra, Jorge Luis Borges –ese gran spinozista universal– observó que las imágenes, al ser proyectadas, pueden llegar a causar la impresión de ser la más auténtica justificación de la realidad. No se siente horror ante la opresión de una determinada esfinge, dice Borges; más bien, se proyecta una determinada esfinge para justificar el horror que se siente. Se trata, en el fondo, de la imaginatio, es decir, de la dis-torsión o la de-formación abstracta, de lo que efectivamente se es. Es el malabarismo, la inversión –y confusión– de las causas con los efectos y, con ello, de lo real con su imagen. Es, al decir de Thomas Mann, Mario y el mago: la trampa, la estafa en la que la ficción deviene –y valga el énfasis– lo fijado, lo puesto, lo contrabandeado. Así, lo que antes fue forma se asume como contenido; lo que ahora es contenido se asume como forma. Tal como ocurre en la sala de los espejos de las ferias, el ser se trueca en aparecer, en su puntual inversión. Cosas, como se comprenderá, inherentes a la naturaleza del triunfo de la reflexión del entendimiento sobre la verdad concreta. Pero, y además, con ello la pobreza no solo triunfa: se enseñorea y amenaza con perpetuarse.

Borges hace referencia al horror, que es, sin duda, una “fase superior”, no precisamente del capitalismo, como diría un conocido momificador de ideas, sino del miedo. Pero, sin duda, pudo haberse referido perfectamente al odio, esa tristísima pasión estudiada por Spinoza en Ethica. A fin de cuentas, el impecable logos borgiano cabe tanto para lo uno como para lo otro, pues, en el fondo, ambos objetos –el horror y el odio– están preñados de la misma pasión: el temor. La reina de corazones de Alicia pudo, en uno de sus habituales ataques de ira, mandar “que le corten la cabeza” a todos aquellos ciudadanos potencialmente capaces de alimentar o promover el odio. La señora reina, a pesar de vivir en un mundo invertido, no parece tener conciencia del hecho de proyectar su propio odio contra la ciudadanía que vive tras el espejo. Causas y efectos se hallan en posiciones reflejas. Primero se come el trozo de pastel y luego se pica. La razón principal de la crisis económica no está en la total desconfianza creada entre los inversionistas y en la consecuente caída del sector productivo, sino en los bachaqueros. Tanto como que la falta de efectivo no tiene su explicación en la cada vez mayor pérdida del valor de la moneda respecto del llamado tipo o modelo de cambio, sino en la necesidad de aumentar la impresión de más y más billetes inorgánicos. Es el mundo invertido, cínicamente concebido al revés, cual espejismo.

La palabra Odium guarda en sus orígenes algo de mal olor, algo cuyo olor –odor-odorante– pudiese llegar a repugnar. En el algo huele mal en Dinamarca, detectado por Hamlet, se percibe, oculta tras la sensación, la pasión triste que ocupa la atención de estas líneas: el odio y, por supuesto, su reflejo especular. “Apártate de esa odiosa superstición –dice Spinoza–: deja de llamar misterios a errores absurdos y no confundas torpemente lo que desconocemos, o lo que aún no conocemos, con aquello cuyo absurdo ha sido demostrado, como sucede con los horribles secretos de las sectas”. El autor de la Ethica, quien concibe los actos y apetitos humanos “como si fuesen líneas, superficies o cuerpos”, parece haberle dirigido esa advertencia a quienes, enseñoreados desde un poder usurpado y de dudosa procedencia, pretenden normar, regular y decretar, supersticiosamente, la determinada proyección de una esfinge, como dice Borges. Y todo para justificar el horror, la atrocidad, de sí mismos.

Según Spinoza, “el odio es la tristeza, acompañada por la idea de una causa exterior”. Es, pues, “una tristeza surgida del daño de otro”. Si se imagina lo que se ama siendo afectado por la tristeza, entonces pronto el odio tomará cuerpo en su contra, porque quien afecta con alegría o tristeza lo que se ama o se odia no solo afecta a dicho objeto, sino que, al mismo tiempo, se afecta a sí mismo. De tal modo que quien predica tan vehementemente sus afecciones contra el odio, en realidad, pretende ocultar el odio profundo que las anima. El más patético de los sentimientos ha servido de sustento, de fundamento, a quienes, creyendo hallarse más allá del bien y del mal, se han tomado la molestia de ponerse al descubierto la proyección de su pálido reflejo. Ese sentimiento es la tristeza. Hay quienes, cargados de ignorancia y de un profundo resentimiento que no logran superar, nunca llegan a comprender que las rígidas líneas de un decreto o de una ley nunca podrán colocarse por encima de la eticidad, de la formación cultural, de una sociedad. El consenso siempre será superior a la bota fascista. Una ley contra el odio no solo es la formalización del propio odio que se lleva por dentro. Es, además, el principio del fin de quien la promulga, porque “cuando una cosa que se odia está afectada por la tristeza, en esa misma medida se destruye a sí misma, y tanto más cuanto mayor sea su tristeza”. Por el contrario, cuando se comprende que detrás del odio se halla oculta la tristeza, pronto resurge la alegría, se extingue el miedo y la libertad vuelve a mostrar sus alas intactas. Y es que la libertad es el más sublime y maravilloso de todos los poderes creadores de la humanidad.

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