Las preguntas que me hacían cuando caminada en el Parque del Este se trasladaron a Internet, y se dividieron en varios grupos: Quienes creían que Venezuela podía recuperar aquello de que “éramos felices y no lo sabíamos”, y los que desde Miami nos mandaban recetas de cómo liquidar al chavismo. No sé exactamente desde cuándo pero ya nadie me pregunta si soy optimista. Ser optimista con una salida cercana para la pesadilla venezolana, es masoquismo. Más aún el de aquellos que creen que Venezuela volverá a ser la misma de las cuatro décadas de democracia. Esos tiempos, no volverán; pero puede ser que vengan otros mejores, y ese futuro le corresponde construirlo a nuestros jóvenes.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Paulina Gamus
Antes del paro petrolero de 2002-2003 solía caminar en el Parque del Este todas las mañanas de 6 a 7. El problema de la gasolina fue la mejor excusa para dejar de hacer algo que siempre me ha fastidiado: Ejercitarme. Pero también me ayudó en la titánica tarea de sacudirme de los acosadores (a preguntas, se entiende) que me veían como una versión criolla de las pitonisas de Delfos. Siempre comenzaban con ¿cómo vamos a salir de esto? y concluían con ¿eres optimista?
Escaparme de estas personas, todas de buena fe, ansiosas de que alguien que ellos suponían enterada les inyectara un poco de optimismo, no era tarea fácil. Me cansé de decirles que yo ejercí la política en tiempos en que los adversarios no éramos enemigos, en que el odio no se había instalado como instrumento y bandera del nuevo régimen. Que lo que ahora había era otra cosa difícil de describir y mucho más de asimilar.
Las preguntas del Parque del Este se trasladaron a Internet, los “acosadores” se habían marchado casi todos del país. Y se dividieron en varios grupos: Quienes creían que Venezuela podía recuperar aquello de que “éramos felices y no lo sabíamos”, y los que desde Miami nos mandaban recetas de cómo liquidar al chavismo. Algunos llegaron a indignarme al preguntar ¿cómo puedes seguir viviendo allá? Y otros me enviaban reportes de tragedias cotidianas como si yo viviera en Suiza y no supiera lo que me rodea.
No sé exactamente desde cuándo pero ya nadie me pregunta si soy optimista. La que se pregunta qué es el optimismo soy yo. Recordé entonces uno de los chistes más inteligentes que he conocido: Un padre de dos niños preadolescentes sufría porque uno era el extremo del optimismo y el otro el epítome el pesimismo. Decidió aprovechar la Navidad para el intento de corregir esos extremos. Al pesimista le puso al lado de su cama un balón de fútbol, unos patines y una bicicleta. Al optimista un cartón con una gran bosta de caballo. Al día siguiente, como era de esperar, el primero en despertar fue el pesimista. Bajó las escaleras con cara de angustia. ¿Qué te trajo el Niño Jesús? preguntó el papá. “Un balón de fútbol, seguro que cuando salga a la calle a jugar con él rompo una ventana y tienes que pagarla. ¡Ah! y unos patines, creo que me voy a caer y a romper una pierna. Y lo peor, una bicicleta, para que un carro pase y me atropelle”. En eso bajó el optimista con su cartón lleno de bosta en las manos. ¿Qué te trajo el Niño Jesús mi amor? ¡Un caballo, pero no lo veo, no lo veo!
“Algunos llegaron a indignarme al preguntar ‘¿cómo puedes seguir viviendo allá?’ Y otros me enviaban reportes de tragedias cotidianas como si yo viviera en Suiza”
Ser optimista es algo tan personal, tan de cada quien. Ser optimista con una salida cercana para la pesadilla venezolana, es masoquismo. Más aún el de aquellos que creen que Venezuela volverá a ser la misma de las cuatro décadas de democracia. Esos tiempos, como las oscuras golondrinas, no volverán. Puede ser que vengan otros mejores como puede ser que al cabo de unos años la gente añore a la pandilla de mafiosos y asaltantes que nos ha sometido estos veintidós años. Como con la sarta de ladrones Cristina de Kirchner, Evo, Correa y ahora Lula amenazando.
De la vejez se han escrito muchas cosas negativas, que si es un naufragio, que si es una catástrofe. Para mí la vejez ha sido una revelación. Aprendí a vivir en modo avestruz. Sé que suena egoísta y hasta malvado, pero me pregunto cada día si puedo hacer algo que no sea escribir y tuitear, para cambiar las cosas en mi país y no tengo respuestas. La vejez permite ser imprudente. Mi hija me regaña por cosas que digo o hago pero no me da ni una pizca de arrepentimiento. Y por último, la vejez permite que una deje de pensar en el futuro. Se limite a las cosas gratas del pasado, que las hubo y muchas. Y apenas piense en el presente. El futuro le corresponde construirlo a nuestros hijos y nietos. Los que pertenecemos al pasado cometimos errores que ahora se pagan, abramos paso, retirémonos con elegancia y a dormir la siesta. ¡Ah, pero muda nunca!
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