Publicado en: El Universal
“He decidido enfrentar la realidad, así que apenas se ponga linda, me avisan”. Un genial Quino ponía la frase de marras en boca de Felipe, niño “bueno” pero ansioso y procastinador, siempre presto a dejarse atajar por los monstruos de ese “sueño de la razón” que pinta Goya y cuya oscuridad nos zarandea. Al revés de su amiga Mafalda, idealista consciente de la necesidad de concreciones, el pragmatismo en aquel es espantado por la creencia de que la realidad es demasiado díscola para domarla: así que parece propicio darle la espalda, esquivar su feo rictus, esperar panglossianamente a que mejore. La incapacidad para lidiar con lo que amenaza deviene así en negación, la mentira confortable en promesa para mitigar el trauma del cambio.
En tiempos de “modernidad líquida”, seducidos por el vértigo y la veleidad de la política 2.0, ese síndrome se vuelve pan de cada día. En los activos hornos de la posverdad hoy se cuecen paisajes y certezas a gusto del antojadizo consumidor. Por allí cada quien puede pasar y elegir lo que mejor le acomoda, erigir una ciudad y amurallarla, si le provoca, o dinamitarla, minutos después; aplaudir o vilipendiar con igual ímpetu, acogerse a la ilusión del falso activismo o, cual “zombis nómadas de la sociedad del yo”, (Peter Sloterdijk dixit) reivindicar el derecho al narcisismo de la opinión; soltar: “acá se hace lo que quiero” y endosar el propio, porfiado apetito a los demás. Gracias al gran mercado de ficciones que esos entornos proveen, el niño mortificado que se resiste a trajinar con los dolores del crecimiento puede, al menos por instantes, creer que su solo deseo conjurará toda imposibilidad.
Pero el rato de blanda evasión vive limitado por el cortocircuito que encaja la evidencia fáctica, la realidad que no se pone “linda” por más que queramos, ni se muestra dispuesta a entrar en el estuche que una retórica marrullera le destina. Si al caso venezolano nos remitimos, por cierto, habrá que asumir que un adversario recurrentemente subestimado sigue allí, a expensas de un equilibrio inestable, sí, pero asistido por el poder que en efecto ejerce, esa “probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia de otros y cualquiera sea el fundamento de esa probabilidad”, como explica Max Weber. Una facultad, además, que da pistas precisas acerca de “quién gobierna”, quién dispone del uso de la fuerza y la emplea a discreción, con saña de carcelero.
Nos recuerda de paso el propio Weber que “es de sentido común que algo puede ser verdad, a pesar o precisamente debido a que no es bonito, ni sagrado, ni bueno”. Intentar diluir la certeza perturbadora apelando a subterfugios, a la doxa generosamente untada como linimento, al espejismo del poder dual, no tendrá por tanto efecto eficaz ni duradero sobre ella, no la hará más dúctil ni menos trágica.
Una gira internacional para asegurar apoyos a favor de la eventual búsqueda de acuerdos gobierno-oposición (es lo que asoman declaraciones de voceros como el Ministro de Asuntos Exteriores de Canadá, François-Philippe Champagne) tendrá sentido entonces si esa irritante realidad doméstica se incorpora a las previsiones. Y si el camino de la negociación se abraza finalmente y sin complejos, habrá que admitir que el adversario existe e influye, que su odiosa presencia no se borrará de un avispado plumazo. Y que lidiar con él, políticamente, -como aconseja la mayoría de los aliados- exige trabajar para debilitar a factores intransigentes que sin tener cómo ni con qué, se niegan a aceptar una ruta que no implique replicar los métodos de la barbarie.
Pero un cambio urdido por demócratas dependerá justamente de desbancar esa idea schmittiana de la política: el antagonismo respecto a un otro público, siempre visto como enemigo. Lo cual no es fácil, pues sabemos que esa lógica de la exclusión tan propia de los extremismos se ha colado, baila, se toma selfies, vive cómoda entre quienes deberían cortarle el paso. He allí el más avieso de los efugios: la “política de la dignidad” sólo ha interpuesto estorbos entre los fines y su consecución, dando preeminencia al rasgo infantil, al impulso, al puro deseo sin que inquiete la incapacidad para realizarlo. El “giro en la estrategia”, entonces, sería volcarse a cambiar ese paradigma y disponerse a asumir con sentido realista la responsabilidad sobre la confección del propio destino. Decir, como Walesa: “No quiero, pero tengo qué” (“Nie chce, musze ale”), conscientes de que omitir el contexto y sus restricciones seguirá apartando la fruta de la boca del famélico.
En ese sentido tocará definirse respecto a la participación en próximos comicios; no los que se desean, no los que se ajustan a las sublimes expectativas de lo bonito, lo sagrado, lo bueno. La elección parlamentaria, “un hecho político real”, como apunta Henrique Capriles, estaría poniendo a prueba la madurez del liderazgo para decidir y plantarse -sin retozos que nos hagan perder el tiempo- frente a lo inminente.
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