Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Decía el joven Lukács que la filosofía surge en sociedades que han perdido toda armonía, todo sentido y todo significado, como consecuencia de una profunda crisis orgánica, de un tiempo profundamente desgarrado. Ella –la filosofía– es un síntoma de la diversidad esencial entre el yo y el mundo, un signo de la incongruencia entre el pensamiento y la acción. Por eso los tiempos felices carecen de filosofía. No abunda la medicina entre los sanos. Los orígenes de la filosofía se remontan al momento en el cual el mundo perdió su capacidad para vivir en justa libertad, cuando los ciudadanos de las antiguas repúblicas griegas presenciaron, no sin asombro, el fin del preciado elemento unitivo, la plenitud que hasta entonces los había conducido. Lacónico momento en el que los ciudadanos llegaron a comprender que la tragedia no era asunto de mero espectáculo teatral, sino el modo de expresar el último acto de su “perfecta unidad”.
El Ethos antecede las crisis orgánicas. En el Ethos los ciudadanos viven la unidad de pensamiento, palabra y obra. La relación entre la vida civil y el poder político es fluida y adecuada. No existen separaciones insalvables entre los individuos y el Estado que se han dado. Viven la civilidad. Al perderse la armonía, entre los escombros de lo que fue y la resistencia de los que van quedando, aparece el cada quien y el cada cual. Se nubla el reconocimiento, a medida que los intereses del poder y los de la ciudadanía entran en conflictos que se van haciendo, día tras día, más irreconciliables y hostiles. En ese momento, surge –cual inmenso fractal– la reflexión y, con ella, la necesidad de la filosofía. Entonces la crisis deja atrás las certezas para devenir autoconciencia. El oficio de la filosofía consiste, pues, en el esfuerzo racional de develar, comprender y superar el desgarramiento, al tiempo de re-elaborar la idea de la unidad con base en los llamados Elementos o Principios. Especialmente cuando la unidad de los términos opuestos pierde su capacidad interactiva, a consecuencia de lo cual se extraña y aísla. Se trata de poner en evidencia que lo que en un determinado momento del desarrollo de la cultura logró portar la forma universal concreta, ahora se ha cristalizado en recíproca indiferencia y puesto como algo particular. Para lo cual es menester explicitar el hecho de que la unidad ya no se manifiesta en la plenitud, tanto de sí como de la diversidad, sino como un elemento separado, ajeno y distante. La unidad deja de ser unidad para convertirse en la otra parte.
Y, en efecto, la unidad deviene imagen congelada, sometida al control del poder, tanto de un lado como del otro. Las imágenes se imponen y superponen, una sobre la otra. En esa duplicación, surge la oposición entre fe y saber, libertad y necesidad, Estado y sociedad, como esferas concentradas en sus intereses particulares y, a medida que se profundiza la separación, estas asumen la forma polar, como Sujeto y Objeto. El poder ocupa el puesto de la unidad, y coloca fuera de sus límites todo aquello que le resulta ajeno e indomable. Pero lo que el poder rechaza, aquello que concibe como lo distinto, lo separado, se asume a sí mismo como lo auténticamente unido, con base en lo cual se concentra para rechazar el poder y autoproclamarse como el otro del poder, el poder otro. Ahora existen dos autoproclamadas unidades, y cada una cree hallarse por encima de la otra, negándose recíprocamente, enfrentándose y luchando por el dominio y la supremacía absoluta. Todo lo cual no hace más que confirmar el desgarramiento y colocar, entre uno y otro término, una barrera, a pesar de tener la misma premisa: la lógica del poder.
Solo cuando se asume con plena conciencia la oposición, esta puede ser sorprendida y superada. Solo llevando la oposición hasta su máximo punto de inflexión puede resurgir la auténtica unidad. En esta labor es claro que la filosofía no puede estar exenta de tropiezos y fracasos. No pocas veces renuncia y cae tendida ante los manifiestos apasionamientos de lo uno o de lo otro. Todo depende de la dimensión del conflicto. Por eso, ella debe esforzarse para no sucumbir ante simplicidades y prejuicios. La superación que conserva los puntos de vista es la resolución del acertijo ante la duda escéptica y la fe dogmática. La filosofía no pretende eliminar las diferencias. Su propósito es restablecer el diálogo entre quienes se creen dueños de la verdad. Por eso mismo, no puede negar el dolor de su paciente insistir, los desalientos del error o las heridas del conflicto. Se puede ser idealista, sin que ello signifique renunciar a la realidad o a la multiplicidad de sus impresiones; ser espiritualista, sin cerrar los ojos ante las férreas leyes del mecanicismo. Se trata de penetrar las fronteras del dualismo y del monismo, que sólo se sienten seguros mientras son prisioneros de una lógica simplista y maniquea: solo dentro de sus mazmorras los opuestos pueden excluirse; solo en ellas el ser es y el no-ser no es; solo en ellas las discordancias se vuelven irresolubles. Más que conocer, se trata de re-conocer-se.
En momentos en los cuales la tiranía está llegando a su fin, resulta imposible dar respuesta a los antagonismos si el pensamiento se abstrae de la vida. Es necesario que los hombres se dirijan a sí mismos, para descubrir su más auténtica verdad: ser los constructores de una objetividad en la que el ser ya no es sino que viene a ser, no siendo ni algo dado ni algo inmediato. Saber es aprender desde el principio, lo que solo es posible mediante la reconstrucción del propio proceso. Filosofía es –al decir de Hegel– el propio tiempo aprehendido con el pensamiento.
De ahí que pueda decirse que no exista lo verdadero, lo bueno o lo bello como tales y desde siempre, porque son el resultado histórico de la acción humana, del incesante hacer de los hombres. No son ni una especie de esencia natural ni un don divino o mágico, que flotan por encima –o más allá– del quehacer social e histórico. Tampoco son solo lo que ha sido hasta el presente, sino que son lo que los hombres siempre están dispuestos a hacer, en virtud de las necesidades del conjunto de las relaciones sociales que son capaces de construir. Son un hacer permanente, renovable, construible y reconstruible.
Por eso la felicidad no es lo que se ha disfrutado, sino lo que impulsa a su término opuesto, lo que no permanece en la monotonía de un disfrutar abstracto o en la oscuridad que impulsa a la derrota, sino lo que se renueva y reconquista con nuevos ímpetus, con nuevas fatigas, mediante el sacrificio y el esfuerzo mancomunado.
Gris sobre gris. La labor de la filosofía va desde el hombre hasta los hombres, del yo al nosotros. Dilatado y arduo viaje del saber con el cual se atraviesa, no sin valiente curiosidad, en el océano del ser de una naturaleza multiforme y camaleónica, que nunca es, aunque continuamente nace y continuamente muere, para retornar siempre de nuevo. Sí: el universo uno puede reflejarse en la mente de los hombres, a quienes le está concedido el devenir y la multiplicidad traspasada que la naturaleza –sive substantia– produce sin pausa, que deja atrás las figuras de sal de un régimen moribundo para rencontrar la inteligencia que permanece siempre idéntica consigo misma, en la finalidad y el orden de un epílogo sin fin.