Mi Tata y Floyd – Jacobo Dib

Jacobo Dib

Publicado en: El Nacional

Por: Jacobo Dib

En aquel verano de 1966 papá decidió llevarnos de paseo a toda la familia en nuestra flamante Station Wagon Chrysler hasta el estado de Florida. Era un viaje largo desde Philadelphia, atravesando esas fabulosas autopistas norteamericanas que, desde entonces, hacían el viajar en automóvil una bellísima experiencia, en la que, a diferencia del viaje en tren, permitía detenerse en pueblos y ciudades para disfrutar de unas atracciones turísticas no accesibles por vía férrea. Ya en Carolina del Sur, nos detuvimos a almorzar en un diner típico de carretera, como era usual nos acompañaba Tata, desde tiempo ya, parte de nuestra familia, en sus años mozos había vivido en casa de mis abuelos. Después de una larga espera sin ser atendidos, mi padre se acercó hasta el encargado del negocio, lejos de nuestra mesa, para averiguar qué ocurría. Fue tajante, en su establecimiento no se servía a personas de raza negra. Papá explotó de indignación y después de soltar unos breves pero intensos improperios, nos retiramos. Aquel incidente, a mis 5 años de edad, se convertiría en uno de mis primeros recuerdos.

El racismo en los Estados Unidos de América nació con la nación misma. Ciertamente los afroamericanos han sido los más afectados, siendo los únicos llevados allende de los mares en contra de su voluntad. Pero, esclavismo y racismo no van necesariamente de la mano, este último también ha sido sufrido por blancos irlandeses, italianos, latinos, asiáticos, judíos… en fin, por todos los que no calificaran como WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant), en aquella tierra de oportunidades.

Abraham Lincoln no lo pensó dos veces para enfrentar el separatismo de los estados del Sur y fue a la guerra. El primero de enero de 1863 sorprende a propios y extraños con la publicación del Acta de Emancipación de los Esclavos. Los afroamericanos, de manera muy sui generis, pasarían a formar parte del ejército yankee, vencedor a la postre en 1865. Sin embargo, esa anhelada libertad, prometida con igualdad de condiciones, no duraría mucho. En 1877 y después de una escandalosa componenda política, el republicano Rutherford Hayes gana las elecciones presidenciales con el compromiso de retirar las tropas federales remanentes en algunos estados del sur y dar por terminado el período de la Reconstrucción. Se daba así rienda suelta al período de segregación racial más infame jamás visto en la historia de ese país que duraría casi un siglo.

Durante los primeros años de aquella inimitable década de 1960, el reverendo Martin Luther King lideró todo un movimiento, que se haría público y notorio con la marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad en agosto de 1963. Aquel famoso discurso con la frase “I have a dream”, extendería por todo el país la conciencia pública sobre el movimiento de los derechos civiles. La mayor parte de los derechos reclamados serian aprobados con la promulgación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derecho de Voto de 1965, ese derecho a votar y a ser elegidos que ya habían conquistado un siglo antes, posterior a la Guerra Civil.

Muchos pensaron que después de tanta lucha y sufrimiento todo quedaría en el pasado. Fueron unas “paces” selladas osadamente con el primer beso interracial en televisión, entre el Capitán Kirk (William Shatner) con la Teniente Uhura (Nichelle Nichols), en un episodio de Star Treck en 1968. Pero no, de una manera más solapada el racismo en Estados Unidos continuaría. Este, un comportamiento aprendido y no heredado, debe ser enfrentado de manera contundente y sin menoscabos de ningún tipo desde la infancia. La trágica e inaceptable muerte de George Floyd no debe repetirse nunca más. Esa lucha tampoco debe ser asunto de banderas de izquierdas o derechas, ni puede justificar violencia o vandalismo, se trata de humanidad, de altruismo en su más fundamental expresión. Ese bello país, ejemplo de libertades para el mundo entero, debe y puede rectificar. Mi Tata murió años después de aquel incidente en 1966 (enterrada al lado de mi madre), sin saber por qué nos habíamos tenido que marchar intempestivamente de aquel restaurante de carretera. George Floyd, por el contrario, sí supo, impotente, durante aquella interminable agonía de 8 minutos y 46 segundos por qué moría.

 

 

 

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