Ella es año y medio mayor que yo y fuimos compañeras de cuarto toda nuestra infancia y juventud. Y no podemos ser más distintas. Ella tiene cerebro técnico científico. Yo floto en una nube de letras, textos, política, narrativa y poesía. Todo junto y a la vez. Ella fue ordenadísima en su carrera profesional. Yo he sido una lepidóptera con varias metamorfosis.
Ella está en la infausta lista de aquel infausto día en que de manera infausta, con un pito infausto, botaron a miles de PDVSA. No tenemos real noción de las terribles consecuencias de aquella tan ignorante medida.
Pero mi hermana, que ha tenido que escalar varias montañas personales, luego de aquello, se reinventó. Estudió cocina y se convirtió en un magnífico chef, para disfrute de su familia y arrimados. Después decidió estudiar fotografía y se convirtió en “érase una cámara pegada a una mujer”. También ahora es abuela -que bien sabemos es una profesión- y lo ejercita a distancia, porque la hija, la pichurra y su marido viven en el exterior.
Pero mi hermana ahora es panadera. Hay algo atávico en el amasar, verbo que tiene la misma base etimológica de otros verbos por demás importantes: amar, admirar.
El pan no es asunto menor en la historia de la civilización. Es mencionado en los textos de la antigüedad, en los religiosos, en los poemas épicos, en las narraciones medievales y hay en la historia personal de casi todos algún recuerdo magnífico vinculado a un pan.
Todos los días mi hermana me manda una foto del pan que hizo temprano en la mañana. Es tal la maravilla que hasta creo que puedo olerlo y saborearlo, aunque ella esté en El Hatillo y yo en Pampatar. Es como si desayunáramos juntas.
Hay muchas familias separadas por la distancias. Están alejadas, no rotas. Todos tenemos a alguien fuera o al menos a kilómetros. Que eso no nos haga sentir que hemos perdido a la familia. Esa la tenemos. No nos la pueden quitar. Y puede estar en ese “pan nuestro de cada día”.
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