Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“Grita ¡Devastación!, y suelta a los perros de la guerra”
William Shakespeare, Julio César
En los tiempos de la fértil fantasía concreta, de la que hablaba Vico, y de la cual se nutrió la civilización de la antigua Roma, el acucioso dios Mercurio llegó a ocupar un puesto de honor en el panteón consagrado a las deidades, a pesar de ser más joven que Júpiter, Marte o Jano, dadas sus cualidades de raudo mensajero, mediador con el más allá y patrono de las artes y el comercio. De esta último atributo proviene su fama de taimado y, por supuesto, de una cierta desvergüenza, pues, según afirman las malas lenguas, detrás de todo comerciante se puede llegar a ocultar un ladino embaucador, un especulador y, no pocas veces, un falaz y malsonante timador. Con todo, sus majestades celestiales, habitantes del espacio infinito, ocuparon durante siglos, y a la vista de todos, un lugar bien definido en el firmamento. Lugar al que, más tarde, la ciencia designaría con el nombre de planetas, término que, por cierto, viene del griego “vagabundo”.
A lo lejos, cerca del Sol, se encuentra Mercurio, cuya órbita, no por caso, es la más rápida, la que más trepidantemente cambia de posición en el cielo, lo que es propio de todo mensajero, más si se trata, nada menos, que del mensajero de los dioses. Su premura es, además, un imprescindible en la mesa del taller de los alquimistas. Es el hydragyros, el agua plateada o la plata líquida, el azogue, de donde proviene su vertiginosa capacidad de hacer líquido lo metálico, de generar ingente fortuna -la “liquidez monetaria”-, transformando sus vástagos -las mercancías- en un torrente, en un creciente flujo de plata. La elevación de Mercurius a los cielos es el resultado, la confirmación, de la presencia, en el escenario de la historia humana, de las merx o mercis, es decir, de las mercancías y, con ellas, no sólo de los co-merci-antes sino también de los merc-ados y de los merc-aderes. Y así como se acostumbraba hacer el mercado los días consagrados a Mercurio –los mercurii dies, o sea, los miércoles–, por el mismo motivo los mercaderes debían mantener sus mercados abastecidos de mercancías, mercancías que debían transportarse desde distancias muy grandes y no pocas veces recónditas, a través de caminos llenos de peligrosos asaltantes. Por lo cual, las mercancías debían ser protegidas por los mer-cenarios, gentes que, dadas sus necesidades y por su propia dinámica social, en sí y para sí mismos, se asumieron también como mercancía al mejor postor. Lo de “su merced”-o “vuestra merced”, de donde deriva el “v.d.” o “usted”-, tan usado aún en ciertas regiones, apunta no tanto a un título nobiliario como al hecho de estar sometido, de mantener una deuda con alguien o de hallarse bajo la sujeción de una relación sustentada sobre una indefinida transacción comercial. Así las cosas, el ser mercenario puede llegar a transformarse en un modo de existir o de subsistir, y no solo para un determinado grupo social sino para toda una sociedad. En este caso, se trata de la reducción del ser y de la conciencia sociales a mercancías, a la cruda compra y venta humana. Es el triunfo del fracaso espiritual de la civilidad, la pobreza de espíritu trastocada, vendida y celebrada, como riqueza material y progreso.
Decía Maquiavelo que los buenos cimientos de un Estado son el resultado de la paciente construcción de “buenas leyes y buenas tropas”, pero que “no existen buenas tropas si no existen buenas leyes”. En este punto, es evidente que cuando un Estado pierde sus fundamentos conceptuales se precipitan sus “buenas leyes” y sus “buenas tropas”, aquellas que el autor de El Príncipe denomina las “propias”, cabe decir, las que están dispuestas a entregar su vida por las ideas y valores sustantivos de su patria sin pedir ningún tipo de retribución a cambio. Por eso es tan importante la filosofía, porque es de ella que pueden surgir la autoconsciencia y el sistema de una determinada sociedad. Baste un ejemplo: el Acta de Independencia de Venezuela fue redactada por el filósofo Juan Germán Roscio y refrendada por 21 académicos de la UCV, en su mayoría, filósofos, teólogos y juristas, mientras que la Constitución de 1999, mejor conocida como “la bicha”, fue redactada –grosso modo- por un tipo como Hermann Escarrá y refrendada nada menos que por Luis Miquilena, Isaías Rodríguez y Aristóbulo Istúriz.
Cuando un país pone su defensa y seguridad en manos de mercenarios lo está poniendo en manos de gente “desunida, ambiciosa y desleal”, gente que se muestra “valiente entre los amigos pero cobarde cuando se encuentra frente a los enemigos”. Gente sin convicciones que, en tiempos de paz, despojan y saquean al Estado y, en tiempos de guerra, son los primeros en rendirse, porque “no tienen otro motivo que los lleve a una batalla más que la paga. Quieren ser soldados mientras el príncipe no hace la guerra, pero en cuanto la guerra sobreviene, huyen o piden la baja”. En suma -advierte Maquiavelo-, “las armas mercenarias solo acarrean daños, esclavitud y deshonra”. Piénsese ahora en el destino de un territorio que ha sido tomado por un grupo de delincuentes que, para poder mantenerse en el poder, decidieron partir en pedazos la columna vertebral de su institución armada, sustituyéndola por un mercenariato cuya única ideología es el lucro. Siempre prestos a asesinar, como reza el título del viejo western, Por un puñado de dólares, al final, huyeron despavoridos en Apure, como bien se sabe.
Decía Marx que “un ser sólo puede ser independiente en cuanto es dueño de sí, y sólo es dueño de sí en cuanto se debe a sí mismo. Un hombre que vive por gracia de otro se considera a sí mismo un ser dependiente. Vivo totalmente por gracia de otro cuando le debo no sólo el mantenimiento de mi vida, sino que él, además, ha creado mi vida, es la fuente de mi vida; y mi vida tiene necesariamente fuera de ella el fundamento cuando no es mi propia creación”. Esta pareciera ser la confirmación del sometimiento servil de una sociedad ante un grupo de señores que no sólo la han secuestrado sino que la han reducido a mercancía, trastocando las relaciones interpersonales en relaciones mediadas por el mercurio de la supervivencia cotidiana. El viernes -de Venus- ha sido cambiado por el miércoles de cenizas. Entre tanto, ladran los perros de la guerra, causando, como diría Kierkegaard, temor y temblor. ”El que no vota no come”, advierte el gorilita. El gansterato ha resultado ser la mayor negación de la política, la mejor expresión de una vida mercenaria, en la que la compra y venta de los individuos ratifica los costes de la pobreza espiritual -de la cual ya el lenguaje comienza a dejar registro- y anuncia el gran esfuerzo -y por ende, el gran compromiso- que significará para todos la reconstrucción orgánica de la vida de los venezolanos.