¿Mensajeros sin mensaje? – Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

Una eclosión de aspirantes a candidatos para las elecciones presidenciales de 2024 de pronto se ha puesto de manifiesto. No faltan allí, incluso, figuras de oposición que hasta hace poco encajaban sin miramientos el “no lo llames elección” o que recurrían a la abstención como arnés moral, irrenunciable. Todo lo cual, por cierto, hace más llamativa la precoz primavera candidatural.

De ningún modo es censurable la vocación de poder, claro, la movida que -eso esperamos- respondería al afán de concretar una democratización por vía del voto. La eventual elección fundacional, está visto, cunde en incentivos que otros comicios no tuvieron. En todo caso, aunque tardía y con tropiezos, la reorientación sensata, pragmática, es lo deseable. Pero de nuevo sorprende el brinco, la mudanza intempestiva, el giro que, más que estratégico, luce más bien reactivo. Ah, y el empeño en comenzar por el final: buscar quien encarne un proyecto de nación, cuando ni siquiera hay claridad respecto a cómo será esa oferta política o de qué forma se le garantizará apoyo amplio. El carisma, el encanto personal o la popularidad parecieran volver a puntear la lista de requisitos para tal encargo, y no la serie de propuestas e innovaciones relacionales que la circunstancia obliga a desplegar.

Lo que algunos subestiman a la hora de responder al “aquí y ahora”, al presente que siempre amenaza con cortar la cuerda donde se columpia la efímera ocasión, no parece tan insignificante, sin embargo. Un plan que prefigure una visión de Estado, surgido de un consenso político robusto, no es poca cosa a estas alturas ni puede despacharse a cuenta del consabido “como vaya viniendo…” Así, nuevamente, lo urgente amenaza con aplastar a lo importante. Abrazar los modos democráticos de relevo del poder sin blindar las cualidades de ese cambio, podría meternos en nuevas calles ciegas. Lejos de apuntalar el largo plazo, el síndrome del “Yo también soy candidato” -como el sainete que Rafael Guinand, maestro caraqueño de la guasa, escribió en 1939- muestra a una oposición que en lugar de madurar, sigue siendo seducida por la improvisación. (Cabe recordar la punzante sentencia de Giulio Andreotti: “El poder desgasta al que no lo tiene”…)

Lo cierto es que tras la historia de desguace literal y simbólico que dejan estos años, la idea de reconstruir la nación política, la de una integración que se sintetiza en la figura del contrato social, no es asunto menor. Una visión realista del poder debería considerar entonces no sólo la dramática distancia que nos separa de otros momentos de puja pareja o desigual entre el chavismo y la oposición, sino la reconfiguración de motivaciones y expectativas de la ciudadanía. El de 2024 muy posiblemente sea un electorado distinto, uno que ha purgado su hartazgo volcándose a la solución de los problemas de la supervivencia y que, aun instado por su cerebro emocional, no dejará de apelar a la elección racional (A. Downs, 1957). Esto es, su decisión dependería de que las ganancias de votar superen las de no hacerlo. Una maximización de beneficios que, básicamente, contempla elementos como el valor efectivo del voto para el individuo, la posibilidad inmediata de ganar algo con él; así como el valor per se de votar, los beneficios que, en el marco ideal de un sistema democrático, percibirían los ciudadanos en el largo plazo.

Basados en la aspiración de acompasar lo plural, reconfigurar una oferta que atienda a ambos elementos hoy es esencial. No se trata de embullar al escamado votante con fórmulas efectistas que funcionaron en otros momentos, el manoseo de la rabia, la queja épica y la supresión mañosa de la solución. Tampoco de pre-fabricar líderes a punta de marketing, sin estar seguros de que poseen los atributos que anticipan al estadista necesario. La experiencia nos dice que frente a un feroz adversario que prospera en la crisis gracias a su antifragilidad, una oposición que menosprecia la agregación de fortalezas se vuelve enemiga de sí misma. Enemiga, por ende, de la posibilidad de impulsar estos cambios que forzosamente demandarán la “incorporación histórica” -como afirmaba Ortega y Gasset- de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura.

Al tanto de un pasado ilustre al que no corresponde volver, no duele repasar los referentes de otras épocas, su estilo de abordaje de la dificultad. Es el caso de Betancourt, inmerso en la comprensión a fondo de la realidad venezolana, su interés en detectar debilidades y potencialidades de la economía para insertar al país en los cauces democráticos de la modernidad, por ejemplo. Un olfato agudizado por el estudio, que lo llevó a evolucionar desde la impronta marxista del Plan de Barranquilla a la concepción madura de una socialdemocracia “autóctona” y fundada en el consenso, persiste como modelo de plasticidad, de capacidad para abrazar el cambio sin perder la brújula democrática. “Para realizar desde el poder una política programática se necesita algo más y algo más difícil que los arrestos testiculares”, afirmaba. Sirva la cita para invitar a pensar en ese irresistible proyecto de nación que, antes de contar con habilidosos mensajeros, se debe primero delinear, saber qué sólidos pilares lo sostendrán.

 

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