La continuidad del Gobierno interino tiene dos problemas de importancia: El hecho de que la soberanía popular de la cual depende tiene fecha de caducidad, y el saber para qué puede servir la prolongación de una curiosa forma de administración que apenas se siente en la cotidianidad.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
La calamidad que experimenta Venezuela solo se soluciona con propuestas que puedan desarrollarse en la realidad. Esto es de Perogrullo, pero viene a cuento debido a cómo se asoman decisiones en el seno de la oposición que se mantienen en el éter porque no conducen a ninguna parte. Si es evidente que la salida de la crisis que padecemos depende de los políticos, es decir, de quienes tomaron la decisión de ocuparse del bien común como oficio principal y como meta de sus vidas, lo adecuado es que les pidamos que tomen las cosas en serio mediante la propuesta de un desenlace que no solo los acredite en su papel, sino que también nos saque del atolladero. Las fuerzas opositoras han llegado a un estado de postración que los ha convertido en factores periféricos, casi en una sombra oculta en los rincones debido a la ausencia de planes sobre salidas plausibles en torno a los negocios públicos. Justo cuando está a punto de concretarse un proyecto electoral de la usurpación, pensado expresamente para el escamoteo de la legalidad y para una nueva burla de la voluntad popular, más se advierten los titubeos y las inconsistencias de los líderes de nuestra orilla.
Como no se trata de hacer un catálogo de falencias, que pudiera ser infinito, me conformo con la referencia a dos de las sugerencias que acaban de presentar unos líderes opositores: La continuidad del Gobierno interino después del fraude electoral que se pronostica, nacida en los despachos del presidente encargado Juan Guaidó, y la idea de Henrique Capriles de convertir la convocatoria a parlamentarias en un movimiento de protesta. Parecen dos posibilidades dignas de análisis, pero caracterizadas por una indefinición que no augura frutos comestibles. Mientras circula el par de ideas, los partidos fundamentales de la oposición están a punto de anunciar su desconocimiento conjunto del acto electoral, ojalá que con el señalamiento de los caminos adecuados para la acción que los otros han esquivado, pero en esas estamos todavía. Amanecerá y veremos, de manera que lo único sensato que se puede ahora escribir debe detenerse en las aspiraciones que están sobre la mesa.
La continuidad del Gobierno interino tiene dos problemas de importancia: El hecho de que la soberanía popular de la cual depende tiene fecha de caducidad, y el saber para qué puede servir la prolongación de una curiosa forma de administración que apenas se siente en la cotidianidad. La representación popular que se ha resumido en la Asamblea Nacional y de la cual surgió el mandato del presidente Guaidó, debe terminar en el lapso señalado por la Constitución. Lo que se aprobó como gestión de un quinquenio no se puede prorrogar de acuerdo con la voluntad de quienes lo usufructúan, ni por la mudanza de las circunstancias políticas. Tiene un día de expiración que solo se puede desconocer mediante procedimientos tan arbitrarios como la elección parlamentaria que quiere hacer la usurpación, o según salga del capricho de los políticos interesados en la permanencia. Más hay otro problema. Pueden buscarle la vuelta al asunto de los plazos y de las regulaciones hablando de emergencia nacional y de la socorrida fuerza de los hechos, por ejemplo, siempre que expliquen, saliendo un rato del limbo, para qué aspectos concretos se van a mantener en funciones. Cómo debemos suponer que procuran un segundo aire para no seguir en lo mismo, para labrar la parcela de la realidad de la cual se han ausentado, es obligante que detallen los hechos concretos que abordarán, cómo los manejarán y cómo pueden los futuros actos justificar su permanencia. Si es para seguir en las nebulosas no tiene sentido el designio de continuismo y, solo si se detienen en señalar portentos de verdad, se puede tomar en serio la pretensión y ver si se debe respaldar.
La propuesta de Henrique Capriles tiene todo el sentido del mundo y en ocasión anterior, hace unos tres meses, me pareció lo mejor que entonces se pensaba para salir de la dictadura, pero estas son las horas en que no se ha enrumbado hacia puntos concretos de realización. Aprovechar la manipulación electoral para llevar a cabo manifestaciones masivas de repulsa es una posibilidad extraordinaria, si nos dice cómo llevarla a los hechos. Convertir la abstención en una exhibición de resistencia dinámica, en actividades de participación ciudadana que han desaparecido paulatinamente, puede dar en el centro de la diana cuando nos explique las maneras de tirar el dardo entre todos después de superar la inercia antigua y la pandemia nueva. Pero se ha tardado en ofrecer la explicación, en decirnos cómo sucederá el milagro de la trasfiguración que ronda en su cabeza sin llegar a fórmulas practicables que deben ser de consumo general. Quizá si hace consultas en el seno de Primero Justicia, el partido de cuyo liderazgo forma parte, pueda conducirnos a un itinerario posible, pero parece que hasta ahora solo estamos ante un asunto barruntado a solas. En consecuencia, la propuesta se debe colocar en la casilla de las fantasías.
La desaparición de la dictadura depende de una reacción colectiva, pero especialmente de los políticos que tienen la vocación y la misión de hacer que suceda. ¿No se han ofrecido como tabla de salvación, sin que nadie los haya obligado?, ¿no nos han pedido apoyo porque sin nosotros no pueden existir?, ¿no nos enamoran todos los días para que el idilio no se rompa?, ¿no se han formado para el cometido y están dispuestos a inmensos sacrificios para lograrlo? El sacrificio que ahora se les pide es la producción de ideas convincentes, la oferta de combinaciones que sirvan de algo.
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