Por: Jean Maninat
Contra toda leyenda urbana y rural, las máscaras no siempre han escondido rostros tenebrosos, maldades guardadas tras un ceño fruncido, cicatrices de un pasado olvidado bajo las cejas. Es harto probable (habría que hacer una superflua investigación), que la mayoría de los enmascarados que han desandado el mundo han sido gente buena, con la suficiente discreción como para esconder el rostro a la hora de hacerle bien a la humanidad. ¿Por qué será que los superhéroes siempre esconden el rostro?
Hay una respuesta evidente: para proteger su privacidad y darse algunas horas de reposo en su lucha contra el mal. Imagínese usted que en su edificio en el 4B viviese Spider-Man con el rostro descubierto y su traje de superhéroe calzado las veinticuatro horas del día: hubiese sido nombrado presidente vitalicio del condominio y el bululú interminable mientras sus superpoderes aguantaran.
En el México de nuestros amores los grandes héroes populares han portado máscaras día y noche en su incansable defensa de los más humildes. El Santo, el enmascarado de plata, fue el más grande de ellos y derrotó con su destreza al mismísimo diabólico científico Dr. Frankenstein y a la vengativa Momia Azteca, ambos con la maldad de cara al sol. Y el bufonesco Comandante Marcos se mantuvo embozado aún cuando el país entero y medio mundo conocía su identidad. Sabía del valor simbólico de una máscara.
La pandemia ha venido a corroborar la hipótesis de que a los vanidosos en el poder les gusta dar la cara. Basta con ver a los mandatarios de los Estados Unidos, Rusia, Brasil, negándose a portar la mascarilla hoy de rigor para simular que todo va bien en la contención de la gripecita Covid-19. Los miles de cadáveres a su alrededor poco importan ante sus rostros dispuestos a ser inmortalizados en un selfie descubierto con la historia.
Los héroes cotidianos de la salud pública portan su mascarilla que los hace anónimos en su empeño de rescatar vidas de la pandemia. La máscara será probablemente el símbolo de la entrega que debería definir la actuación de todo servidor público. Una presencia tan profesional que se haga casi invisible en el cumplimiento del deber.
No se le puede pedir a un dirigente político que actúe en el anonimato. Pero se le puede exigir cierta discreción, contención a la hora de despachar palabras, una breve reflexión antes de actuar. En el caso venezolano, nos hubiera ahorrado tanto bochorno en fronteras, autopistas, playas, y limitado el desgaste de las expectativas de recuperación democrática en la gente. Entender la política como un servicio público y no como una aventura irresponsable, un deporte de alto riesgo para encandilar el ego y la autoestima.
Portar una mascarilla mental a la hora de hacer política para no contaminarla con fantasías personales sería un buen propósito de enmienda para la pospandemia. Ojalá y aprovechen lo que quede de reclusión para ensayar un poco, nos haría mucho bien a todos.
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